EN LA DESPENSA
Don Rigo llegaba
tarde y se demoraba un rato bregando a abrir la puerta. Se oía el tintineo de
las llaves y todos en la casa sabían que era él y que venía de la tienda de la
esquina. Nadie se paraba a abrirle, aunque todos oyeran el ruido metálico que
subía en espiral por la escalera con pasamanos dorados —ya para esa época
opacos— y se metía por
debajo de las puertas de las habitaciones hasta los oídos de una familia que
comprendía que de un tiempo para acá, las cosas no iban tan bien como antes.
Como antes,
cuando el señor tomaba solo en ocasiones especiales, en el club, con Los Majos, whisky, de una sola malta, singolmalt, como decía él. Pero en esos
días llegaba oliendo a cerveza, a aguardiente, licores que según los Los Majos eran para limpiar tuberías. Lo
sacaron del grupo de Whatsapp justo
cuando tuvo que declararse en bancarrota. Justo cuando se desvaneció en el aire
el peldaño que lo ponía al mismo nivel de ellos y les hacía olvidar que tenía
más melanina de la permitida en un grupo de señores de familias tradicionales:
la plata. Se le oía quejarse, a veces, de que a Pombo y a Urritia los habían
aguantado casi dos años en el grupo a pesar de haber perdido todo. Los
esperaron a que volvieran a conseguir un contrato con el estado o la representación
de una marca alemana en el país. Pero es que no es lo mismo un Chitiva
Tocarruncho que un Pombo o un Urrutia, eso lo sabe cualquiera. Con decirles que
el papá de Urrutia fue el primer Majo, el que se inventó esa tertulia, mejor
dicho... El de Pombo fue ministro de obras públicas. El papá de Don Rigo fue
maestro de escuela pública toda la vida.
Saulito, el hijo único de la casa, se
levantó tarde, como siempre, porque después de comenzar tres carreras y
abandonarlas todas en segundo semestre se había tomado un descanso de tanto
estudio. Bajó las escaleras cogido del pasamanos, lagañoso y con un olor rancio
que delataba el aseo descuidado que llevaba en esos días de búsqueda vocacional
y trasnocho excesivo. La maldición de su padre se había extendido a él: los
amigos del club dejaron de hablarle y lo miraban como a un extraño pedazo de
mierda cuando se lo encontraban en los sitios que frecuentaban todos. Su único
consuelo era ser Chitiva Ángel. Su mamá no era boyacense, como don Rigo, sino
del eje cafetero, de una familia acomodada de abolengo. No eran ricos, pero
eran muy españoles, según decían. Saulito se sentó en la mesa de dieciocho
puestos arrastrando una silla por el piso de madera rayado y esperó, sin decir
nada, a que lo atendieran.
Maruja lo quería
como a un hijo. Apenas lo sentía bajando las escaleras comenzaba a prepararle
el desayuno sin que él tuviera que pedírselo. Tomó el cuchillo delgadito, largo
y afilado que los patrones trajeron de España y cortó dos lonjas muy delgadas
de jamón Serrano. Ya hacía un par de años que no le daban para comprar la pata de
jamón de bellota, mucho menos de pata negra. Pero el jamón era imprescindible en esa casa porque a Saulito y a Don Rigo —a este último especialmente cuando
estaba enguayabado— no les podían faltar los huevos con serrano al desayuno.
Untó de mantequilla dos tajadas de pan y las metió en la tostadora mientras
revolvía los huevos. Lo primero que hacía al levantarse era exprimir el jugo de
naranja. Ya no le alcanzaba para comprar las naranjas grandes y bonitas en el supermercado de los ricos, con aire acondicionado y gente divinamente. Con
lo que le daban a duras penas podía ir a la verdulería del barriecito pobre que
se había enquistado, como un tumor supurante, en medio del barrio de ricos. El
barriecito donde nació Maruja, y que estaba ahí desde antes de que los promotores
inmobiliarios decidieran que ese eran un buen sitio para construir casas
para familias de clase alta. El jugo de naranja no faltaba nunca, así tuviera
que hacer un esfuerzo bestial para exprimir esas naranjitas pequeñas y secas.
Le llevó el desayuno, el jugo y el café en la jarrita de espresso italiana al Saulito. Él no dijo nada y comenzó a comer con
esas maneras tan elegantes que se mandaba. Así estuviera lagañoso y sucio, qué
elegancia tenía el señorito. Cuando terminó le gritó: “¡MARU!” Y ella fue
corriendo. “Sírveme otros huevos con serrano, Maru, que hoy amanecí con
hambre”. Ella asintió y se metió en la cocina con pasos delgaditos y
silenciosos, ese andar producto de treinta y dos años de trabajo con
la familia Chitiva, pasos invisibles, de alguien que está y no está al mismo
tiempo. Tomó el cuchillo, entró a la despensa y comenzó el movimiento de corte
que fue interrumpido por el hueso de la pata. Todavía había carne, pero no
mucha. Pronto debía decirle a la patrona que le diera plata para comprar otro
jamón y ella le diría que por qué tan rápido, si se compró hace dos
meses, ¿es que te lo estás comiendo tú, Marujita? ¿Te lo estás llevando
para tu casa? Ella agacharía la cabeza, sin decir nada, esperando que la
patrona abriera su bolso y sacara los billetes arrugados para ir al mercado de
los ricos, porque lastimosamente ese jamón no era como las naranjas, el café, la
carne o el pollo, que se podían conseguir más baratos sin que los patrones
supieran dónde. Ese jamón sólo se conseguía en ese sitio tan bonito y tan lleno
de cosas frescas y gente divinamente, como los patrones.
Después de abrir
la puerta, don Rigo se quedaba en la sala un rato tomando aguardiente. Se le
oía maldecir, quejarse de la gente, quebrar cosas. Al otro día Marujita
limpiaba bien temprano, para que no se notara nada, para que todos pudieran
fingir que no oyeron las llaves, ni al señor trastabillando, quejándose o
quebrando. Cuando bajaba al centro, el fin de semana, ella reemplazaba las
copas sacrificadas con dinero que hacía rendir del mercado y las ponía de nuevo
el lunes en el gabinete de licores, antes lleno de whiskys, ginebras, vinos,
ahora sólo con un par de medias de aguardiente o un litro tetrapak abierto. La vajilla de plata, que estaba en uno de los
cajones interiores del bar, desapareció un mes antes. Ella corrió alarmada a
contarle a la señora, no fuera a pensar que había sido ella. La doña le dirigió una mirada fría, encendió un cigarrillo y siguió haciendo crochet.
Las amigas ya no
la invitaban a la patrona a jugar canasta. Mucho menos a tomar las onces o al
costurero donde destrozaban a los que caían en desgracia como ella. ¿Quién la
mandaba a casarse con un indiecito? Pensaba a veces. Aunque con los años lo
había llegado a querer, en los viajes a Europa o a Estados Unidos, de los que
regresaba enamorada de su esposo, nunca se le borraron las palabras de su
padre, Napoleón Ángel cuando le dijo que se iba a casar con Rigo: “Pues como
quieras, chatica, pero yo creo que podrías conseguir algo mejor”. Alguien como
Carlos Escalante, médico prestante de Manizales, que la pretendió tantos años.
O como Urrutia, el amigo de su marido, que le coqueteaba descaradamente, incluso
delante de Rigo, que no hacía nada para no perder la amistad con el que
consideraba un superior, un aristócrata. Quizá fue por esos días en que dejó de
querer al indio. Por pusilánime. Por Chitiva. Le iba a tocar vivir sus últimos
años en esa decadencia de la que tanto se burló. Malvendiendo propiedades,
obras de arte, hasta los cubiertos de plata, para sacar la cabeza mes a mes sin
bajar de estatus. Pero ella sabía cómo terminaba eso. Ella sabía que un día ya
no habría más muebles estilo Luis XV, ni soperas, ni jarrones chinos. Un día,
no muy lejano, iba a tener que volver donde su papá y decirle que tenía razón.
Marujita
interrumpió los pensamientos de la señora entrando al salón de costura con una
bandeja metálica en la que reposaba una jarrita de cerámica china con té, un
pocillo, un plato, una azucarera y dos galletitas, que antes mandaban a traer de
las mejores panaderías de la ciudad, y que por esos días ella compra a los ex
drogadictos rehabilitados que timbraban en la casa pidiendo “una colaboración”
para su recuperación. La señora no levantó la mirada mientras ella ponía la
bandeja un la mesa de centro y vertía el contenido de la jarra en el pocillito
con la oreja rota y reparada con pegaloca. Al terminar, dejó la bandeja allí y se paró en
una esquina del saloncito a esperar que le dijeran que podía irse. La señora apartó el tejido, encendió un cigarrillo y se tomó el té, mordió un galleta y
dejó la otra entera. Cuando terminó Marujita fue por la bandeja y, antes de tomarla,
le dijo a la señora que ya se iba a acabar el jamón Serrano. La patrona apagó
con violencia el cigarrillo en el cenicero de vidrio pesado que tenía apoyado
en uno de los brazos del sofá y le respondió: “Dígale al señor. Yo no tengo
plata. Puede retirarse. Sí, puede retirarse”.
Entró en ese
supermercado tan bonito pensando que quizá fuera la última vez. Había sacado
unos billetes arrugados que tenía guardados entre la ropa interior y caminado las
tres cuadras hasta ese mercado de logo verde y letra cursiva. Degustó fruta,
que era lo primero que ofrecían al entrar. Un pedazo de piña dulce y jugoso.
Caminó entre los pasillos, admirando los tomates rojos y brillantes, las
cebollas sin la cáscara terrosa formadas en orden una encima de otra, las zanahorias
naranjadas y gordas, el brócoli grande como un racimo de flores. Saludó al
carnicero subiendo las cejas —lo conocía de cuando compraba la carne
allá— y pasó la
sección de quesos rumbo al delikatessen.
Al llegar, pidió al encargado que le mostrara las patas de jamón. Escogió la
más pequeña y la pagó con los billetes arrugados que olían a cajón de calzones.
Salió del mercado con sus pasitos delgados y vio a una familia que comía helado
mientras el empacador del supermercado les ayudaba con un mercado gigantesco
que casi se salía del carrito de malla metálica. Al llegar a la casa, entró a
la despensa y montó el jamón serrano en el soporte especial que también
trajeron los patrones de España, como el cuchillo, y fue a su habitación.
Recogió su ropa, vació los cajones, empacó con cuidado una virgencita de Fátima
de cerámica que le habían traído los jefes de europa, llenó una
maleta pequeña y se fue para su casita, en el barrio pobre, a descansar.
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