Sven, tercera entrega

La Ciudad Anaranjada

Los pocos días en que podía dormir, Scott Arango tenía pesadillas terribles y mucho miedo de abrir los ojos y encontrarse de nuevo en Irak. A pesar de haber sido dado de baja hacía tres años, sentía que nunca había dejado el desierto, o al menos que el desierto nunca lo había dejado a él. De hecho, en ocasiones encontraba arena en su zapato y escorpiones entre sus sábanas. Se había enlistado creyendo que si había logrado superar la Compton High School con un par de peleas ganadas por knock out -una de ellas contra Brandon López, un chicano del que se decía había acuchillado a un profesor en su anterior High School- podía con un montón de árabes con turbantes. Además las oportunidades de trabajo en Compton, California, no eran demasiadas. El primer empleador de su ciudad era la entidad que más odiaba: La corte superior de Los Ángeles. No veía cómo iba a trabajar para la corte y a la vez visitarla cada cierta cantidad de meses por manejar borracho o golpear alguna muchacha. De hecho, al momento de enlistarse, ya tenía un historial bastante decente de ofensas y crímenes menores. Eso, obviamente, no fue obstáculo para ser parte del U.S Army.

El primer día en Irak se dio cuenta de que su actitud de chico malo del High School -o el liceo, como le llaman en las traducciones mexicanas- no le iba a servir de nada. La mirada profunda de los iraquíes, sin importar si eran hombres mujeres o niños, le asustaba muchísimo. Podía ver que lo despreciaban, que él representaba algo que ellos odiaban con todas sus fuerzas y que seguro si lo encontraban solo, lejos de las Humvees o de sus demás compañeros, lo quemarían vivo o lo matarían a pedradas. Después, faltando solo treinta días para la rotación de su compañía, vino la emboscada. Aparece todo en esas noches de pesadillas reales, como diapositivas que le queman la parte de adentro e los párpados: La explosión ensordecedora, la pierna destrozada, gente muriendo a su lado, los iraquíes impávidos, viéndoles desde el balcón de sus casas, como quien mira un documental de National Geographic. El despertar de hospital en que se dio cuenta que su cuerpo no era, ni sería el mismo nunca, porque donde hubo una pierna entera, sana, musculosa, con un vello corto y rubio, ahora no había nada. Lo enviaron a casa, llenó el formulario 21-526: Veterans Application for Compensation Or Pension, y el ejercito de los Estados Unidos le asignó una pensión mensual Mil doscientos treinta dólares.

Terminó en Medellín porque sus padres son Colombianos y porque mil doscientos dólares en Compton le hubieran significado una vida humilde, sin putas y sin marihuana. Además, donde nació la gente lo miraba como un latino lisiado y pobre. En Colombia ese dinero era suficiente y la gente lo miraba como un gringo lisiado, pero con plata. Vivía en una de las piezas colectivas de un Hostal en El Poblado, el Tiger Paw, que le había alquilado el dueño, otro gringo, por Quinientos mil pesos mensuales. La verdad Scott era algo así como un empleado más del Hostal, como decía él mismo: un guía nocturno para ciertos clientes que no estaban interesados en el Turibus y que llegaban por montones a una ciudad en la que por el precio de una Big Mac, te puedes meter un Joint como un puro cubano. Lo único que le pedía Brandon, el dueño del Tiger Paw, era que si el Hostal estaba lleno, se fuera a dormir a otra parte. A Scott no le molestaba. Esos días los pasaba donde las chicas. Hacía diez meses que había perdido la pierna y no se quejaba del rumbo que había tomado su vida. Se dedicaba a emborracharse, drogarse y acostarse con todas las mujeres que podía.

Scott o el Gringomocho, como lo llamaban los pocos colombianos que frecuentaba, se había gastado más dinero del que debía al principio de ese lluvioso mes de Abril. Y, cuando eso le ocurría, tenía que pasar unos cuantos días aburridos, digamos del quince al treinta, comiendo poco, bebiendo poco, drogándose poco y sin mujeres. Eso, si no aparecía un turista interesado en sus servicios. Eran las seis de la tarde y estaba sentado en el hall del Hostal viendo Los Simpsons cuando entró un hombre alto, de unos treinta y cinco años, ojos excesivamente claros y una mandíbula fuerte iluminada con una incipiente barba amarilla. Llevaba un pequeño maletín en la mano izquierda y estaba haciendo el check-in con un español de acento muy marcado, aunque no supiera realmente qué acento. Sabía que no era gringo ni australiano. Mucho menos británico. Parecía más un vikingo, le recordaba una ilustración de un libro del High School, en la que aparecía un grupo de hombres parecidos al que veía, envueltos en pieles de animales, con espadas enormes, antorchas, cascos con cuernos, barbas largas rojas y amarillas, que con miradas dementes, arrasaban un pueblo. Así se imaginaba él su llegada a Irak, como esos salvajes que arrasaban pueblos enteros sin respeto a nada. Sus sueños de destrucción fueron reemplazados por el miedo a sus propios compañeros, dementes por el efecto de la arena en el cerebro, la zozobra de las vigilancias nocturnas, el miedo profundo en los desplazamientos, el saberse liberando a un pueblo que los odiaba más que a los terroristas de los que los liberaban, la necesidad de mujeres y un montón de cosas que hicieron que en cierta forma agradeciera haber perdido la pierna. El sueco pareció terminar el check-in y subió a su habitación. Como era un mes de los duros, cualquier visitante nuevo en el Tiger Paw significaba para Scott la oportunidad de prestar sus excelentes servicios de guía nocturno.

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