Deudas y deudos


A José y Anita

Yo lo sentí entrar como a las siete, despacio, cariacontecido, vacilante. Al ratico me llamó, como todos los días, para que le ayudara a quitar las botas y las medias para la circulación. Yo aproveché para conversarle, pero él seguía muy callado. Yo agarrando esas verracas medias desde arriba, y jale duro, durísimo. Y mientras resoplaba aprovechaba para preguntar bobadas a ver si me decía porqué era que andaba así. Pero el abuelo respondía con unos soplidos de pecho extraños, casi comunicándose con las tripas más que conmigo. Después de lucharle un rato pude quitarle las medias de compresión y las puse dentro de las botas de caucho. Ahí fue que se metió detrás de la puerta del clóset y me dijo que no iba a comer fríjoles hoy, que le mandaran una mazamorrita a la pieza y ya. Como a ustedes ya no les gusta ir conmigo al cafetal, como ustedes salieron fue poetas, dijo también, mientras se desabotonaba la camisa manchada de pintura roja. Y yo le respondí que sí abuelito, sí nos gusta, pero es que los niños de arriba nos invitaron a un partido de fútbol desde hacía días y si faltábamos quedaban incompletos. Pero él no estaba oyendo, hacía esos ruidos del lenguaje interior, de amígdalas de páncreas, de todo eso. 

Me fui donde mi tía Rosa a decirle lo de la mazamorra y ella me recibió con puras preguntas. Que si sí había averiguado qué era lo que tenía, que qué había dicho, y yo que no, que solo dijo que nosotros salimos poetas, porque no vamos ya con él al cafetal. Rosa me oía con el ceño fruncido mientras servía la mazamorra en un vaso con dibujos de flores. Ahora le mando la mazamorra con Roberto, a ver si a él sí le suelta algo. Ya me tiene muy preocupada papá así, son ya varias semanas, mijo, está ya muy desganado, no come sino huevito y pan al desayuno, no me está recibiendo la manzanita que siempre le mando cuando se sube para el monte, y es una rogadera para que almuerce. Ya lo veo demacrado, anguloso. Pobre papá, no lo veía así desde que murió mamá. Algo tiene. Roberto, vení haceme el favor y le llevás esto a Papá y ponele conversa a ver si a vos te dice algo. Nada de nada, dijo Roberto a los dos minutos. ¿De qué le hablaste? Preguntó Rosa, y Roberto le respondió que de todo lo que había llovido y del proceso 8.000, pero el abuelo sólo asentía y hacía unos ruidos raros, como unos aires. Como si hablara con las amígdalas, dije yo. Pero ellos no me oyeron, nadie oye a los poetas.

Por la noche lo mismo de las demás noches, se oían movimientos, pasos, ruidos de rebujo en la pieza del abuelo. Rosa se despertaba y le tocaba la puerta. El abuelo la despachaba con una frase seca. Ella se acostaba más preocupada aún. Yo me quedaba despierto hasta tarde leyendo más encarretado quiastai un libro de Emilio Salgari que me había mandado mi mamá de Medellín y que no me soltaba. La abuela me había dicho que leyera a Salgari, que los muchachos tienen que leer a Salgari. Pero cuando la abuelita estaba viva, a mi solo me gustaban Astérix y Tintín aunque mi mamá insistiera en que yo ya estaba muy grande para leer muñequitos. Quizá si la abuela estuviera aquí, podría contarle que ahora sí estoy leyendo a Salgari y que me gusta mucho. Quizá si la abuela estuviera aquí, mi abuelo no estaría volviéndose loco.

Al otro día el abuelo se levantó y se sentó en la mesa esperando el desayuno. Rosa me llamó a mi para que fuera a conversarle, pero él no dijo nada mientras se comía el huevo con dificultad. Cuando terminó, me hizo una seña para que le ayudara a poner las medias. Nos fuimos para la pieza de él y otra vez a hacer fuerza y a bregar a ver si decía algo. Ya preocupado, viendo a Rosa tan aburrida, y pensando en los héroes de los libros de Salgari, y en la abuela, paré lo de las medias y le pregunté sin rodeos: ¿Qué tenés, abuelo? Él me miró como si le hubiera pegado una puñalada en el riñón. Me miraba fijo, y yo entendía. En esta familia eso no se hace. No se le pregunta a nadie cosas incómodas, no se le dice ni a la tía que tiene un pedazo de cilantro entre los dientes, en esta familia se espera a que la gente solucione sus cosas o que las cosas se solucionen solas. Todo eso me decía con la mirada. Se puso las botas sin las medias de compresión, cogió el machete y se fue para el cafetal.

Rosa me preguntó que qué pasó y yo gaguié un rato pero no fui capaz de decirle nada. Salí corriendo para el monte, detrás del abuelito. Cuando lo alcancé, hizo un gesto con el machete como de “ándate culicagao”, pero yo no me iba pa ningún lado. Él notó que yo estaba decidido, se sentó encima de un tronco y me hizo una señal para que me sentara a su lado. Nos quedamos como diez minutos ahí, uno al lado del otro, sin decir nada. De repente, él rompió el silencio del cafetal y me dijo: mijo, lo que pasa es que ya le debo muchas encontradas de cosas perdidas a San Antonio. Estoy endedudado con él desde que se murió la abuela. Ella era la que me encontraba todo siempre y ahora que ella no está, casi a diario se me pierde alguna cosa y a mí lo único que se me ocurre es pedirle a San Antonio que me la encuentre. Mientras hablaba, yo veía que le faltaban varios dientes. Ahora fue que se me perdió la caja hace quince días y no la he podido encontrar, pero es que ya le debo tanto a San Antonio, mijo, tanto, que me da mucha pena pedirle que me la encuentre, yo le iba a pedir el favor, pero como ustedes no volvieron conmigo aquí al cafetal, no había podido. ¿Será que usted le pide lo de la caja a San Antonio, mientras yo voy saliendo de deudas? 


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