UN HUEVO



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La cloaca se dilató poco a poco, la gallina tuvo un estremecimiento leve y el huevo doble A rojo se deslizó hacia el pajar. La gallina cacareó suave, liberada de su carga. El huevo se quedó allí, quieto y tibio, hasta que lo recogieron las manos de un sujeto y lo pusieron con delicadeza, pero con presteza, al lado de la producción del día en una caja de plástico con empaques de huevo adentro. La gallina que caminaba y movía el pescuezo adelante-atrás-adelante-atrás, apenas pudo fijarse en la presencia que extrajo el ovoide que acababa de salir de su interior; estaba ocupada buscando maíz.  La caja fue apilada en un cuarto oscuro, allí pasó la noche el huevo. Al día siguiente, temprano, las manos de una mujer lo tomaron y lo pusieron en un empaque de cartón nuevo, junto a otros once rojos doble A. Después, las manos de mujer pusieron el empaque en cajas plásticas especiales para transportar los delicados productos avícolas por las empinadas calles del barrio San Javier. A medio día llegó una buseta blanca, pequeña, adecuada en su interior para el transporte de las cajas especiales, y se llevó la producción bajando por calles empinadas, estropeadas y estrechas. Se detuvo. El conductor de la buseta sacó una caja plástica —una diferente a la del huevo que nos guía— y la llevó al granero La Amistad. Entró y dejó la caja sobre el mostrador. El ventero, hombre flaco y ojeroso como el que representa al que vendió a crédito en el cuadro empolvado que había en una de las paredes de la tienda, miró al conductor con miedo. El conductor le dijo que ahí le dejaba 120 huevos, y que valían 24 lucas que, al cambio de hoy, equivalen a $24.000. El ventero le dijo que no necesitaba tantos, que la última vez se le habían podrido la mitad. Que porqué le subían $50 por huevo, que así no era, que en la Plaza Mayorista los vendían por la mitad. El conductor, serio y amenazante, le respondió que no venía a negociar, que él sabía que esos eran los huevos del Combo, que este malparido tan alzado. Que la próxima vez los bajara él de la buseta y que dejara de ser conchudo cucho malparido hijueputa. El ventero abrió instintivamente la caja registradora, el sonido del resorte y el cajón abriéndose le recordaron que ese día no había vendido casi nada. Sacó lo que había y buscó en el bolsillo de atrás del pantalón de paño café una billetera de lona gruesa. Abrió el velcro, vio la foto de su nieto Johan David y sacó un billete de $20.000 que tenía pensado darle a su hija para la leche del niño. Resignado, le entregó las lucas al conductor y lo miró salir tomando, sin pagar, un banano maduro y un paquete de papas de limón. Los amortiguadores de la buseta blanca hecha en China chillaron cuando el conductor se montó y volvieron a chillar cuando se acomodó en la silla estrecha para su cuerpo de más de 100 Kilos. Encendió el motor, le dio el último bocado al banano y tiró la cáscara por la ventana mientras apretaba el acelerador cuesta abajo, hasta la próxima tienda, donde se repitió casi la misma escena que en la primera. En el granero Donde La Vieja Chila, fue la misma Chila la que recibió los huevos, pagó los $24.000 y no dijo nada cuando el conductor se llevó una botella de Coca-Cola dos litros. Chila, entonces, comenzó a ordenar las cajas en un entrepaño que tenía muy a la mano, porque los huevos se venden bastante en los barrios donde la carne es lujo. Sonaba en el fondo una canción de Diomedes Díaz sobre un señor que usa calzoncillos largos y tiene pantalones cortos. Allá él. El huevo permaneció dos días en ese ambiente cálido, oyendo a la vieja Chila hablar de política, de fútbol, de la novela de las 8, que comienza a las 9, y así. La gallina, mientras tanto, se la pasó buscando gusanos entre el barro, moviendo el pescuezo adelante-atrás-adelante-atrás, y huyéndole a la lluvia de Abril. Puso dos huevos más sin ser consciente de que llegaba al final de su vida productiva y terminaría, unos pocos meses más tarde, en una olla grande, junto a las partes cercenadas de varias de sus compañeras ponedoras. Así es la vida.

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