Una Torta
Mientras
el carrito de rodillos se deslizaba por el piso de baldosas engrasadas, realmente engrasadas —con esa gruesa capa típica de los talleres automotrices—, pensaba en
el cumpleaños de Yefry. «Una torta del gorila Hulk».
El cardán del Mitsubishi Montero que cubría la mitad del cuerpo de Jairo había
golpeado una roca suelta en la carretera destapada que va del casco urbano de Caracolí
a las Cavernas del Nus produciendo una grieta pequeña que en un comienzo no
representó más que un goteo leve de líquido grasoso, pero que tras un par de
semanas dejó inactiva la herramienta de trabajo del conductor.
Jairo
es un hombre de 24 años, panzón pero muy fuerte, sólido. Ha vivido casi toda su
vida debajo de los carros por culpa de las operaciones matemáticas con números
fraccionarios (después de repetir dos
veces cuarto de primaria su mamá entendió que el estudio no iba a sacar al
muchacho adelante y lo mandó a trabajar en el taller de carros de su tío
Gildardo). Jairo extrañó por unos días la rutina escolar —principalmente la
clase de dibujo— pero la maricada no le duró mucho. El trabajo manual se le
daba muy bien. Entendía sin mayor esfuerzo de correas, rodamientos, tuercas,
arandelas, prisioneros, mofles, bombas de gasolina, cajas de cambios, stops, alternadores o bujías. Sus manos
eran mucho más ágiles que las de los demás aprendices y Gildardo le dijo a su hermana
que no se preocupara, que Jairo era el verraco pa la mecánica y con él no le
iba a faltar trabajo. Tampoco le faltó plata. Llevaba la mitad del sueldo a su
mamá y la otra mitad le quedaba para hacer lo que quisiera. Además, le gustaba
mirar los afiches de muchachas en vestido de baño, algunas mostrando las tetas,
que tenían pegadas en las paredes del taller. Todos los días almorzaba con el
tío en un restaurante cercano: fríjoles, arroz, chicharrón y tajadas. Él siempre
fue buena muela y el trabajo físico le daba hambre. No comía ensalada ni se
preocupaba por la barriga que crecía cada año más redonda y templada. A veces salía a tomar cervezas con los demás
mecánicos y hablaban de política, fútbol y caballos. Le causaba curiosidad que
sus compañeros del arreglo automotor dijeran cosas como: «¡hijueputa gol más
bonito el de La Gambeta Estrada!» o «esa malparida yegua es una hermosura, si
quiere que le diga». Un hombre podía hablar de atributos estéticos positivos sí
solo sí, los acompañaba de una buena grosería. Así se anulaba la cacorrada.
A
los 12 años comenzó a sacar a las muchachas a comer helado. A los 13 pudo
convencer a una de acompañarlo a la quebrada. El tío
Gildardo le prestó la moto, que él sabía manejar desde que comenzó a trabajar en
el taller. Llegaron pasado el medio día después de almorzar en un restaurante
de carretera. Él pagó, por supuesto. Ella no le dijo a sus papás que se iba con
Jairo y se escapó del colegio en un descanso. Parquearon la moto en la casa de
un conocido de la familia y se detuvieron un rato a mirar la quebrada al fondo,
detrás de unos sembrados de caña brava. Caminaron veinte minutos en el sentido contrario
del agua que bajaba casi sin haber conocido detergentes o aguas negras. Ella se
quejó porque la caña brava le hacía pequeños cortes en las pantorrillas lisas
de adolescente. Él le dijo que «tranquila, que ya casi llegamos miamor». Efectivamente,
cinco minutos después pudieron ver el charco amplio de agua cristalina y una imponente
caída de agua. Ella sonrió y él se sintió orgulloso. Se bañaron, hicieron
chacota, echaron agua en todas direcciones, gritaron. Al final se besaron y
después hicieron el amor bajo el agua fresca. Ella era virgen. El agua se tiñó
levemente con la sangre del encuentro adolescente pero la corriente rápidamente
la dispersó. Esa fue la primera vez. Después Jairo llevó a: Estela, Doris, Luz
Dary, Bibiana la chiquita, Bibiana la alta, Marielena, Deisy y Rosario. Cogió
fama de mujeriego. Como tenía billete, las muchachas le copiaban.
Marisela,
una mujer de 22 años que había venido de Medellín y trabajaba en el GANA de la
plaza sabía que Jairo era un hombre de verdad y comenzó a salir con él así el
muchacho fuera unos años menor que ella. A los dos meses se apareció en el
taller a media mañana con cara de preocupación. Estaba embarazada. Jairo tenía
dudas, miedo, frío, pero unos meses después se casó con Marisela y tuvieron un
niño alegre: Yefry. Jairo dejó de ver tantas muchachas, estaba contento con el
pelado. Marisela, en cambio, nunca dejó de buscar hombres. Cuando Yefry tenía 2
años ella dijo que se iba para el trabajo y nunca volvió. Decían en el pueblo
que se la había llevado un rico para Medellín, que el tipo venía detrás de ella
hacía un par de meses y que ella era más bien licenciosa. A Jairo le dolió
mucho, pasó varios meses de cantina en cantina, llorando, porque cuando la pena
es de amor, los hombres sí pueden llorar. Un día entró a la casa de su mamá y
vio a su hijo caminando con una botella de vidrio en la mano. El niño se
tambaleaba, desequilibrado por la inexperiencia como bípedo y una cabeza
bastante grande para su cuerpecito. Jairo corrió, también desequilibrado, pero
por el litro de aguardiente que se acababa de tomar en el bar, y le quitó la
botella de vidrio de la mano al niño. Decidió que había terminado el duelo y
que no quería que le pasara nada malo a su Yefry. Volvió a las muchachas, pero
no se organizó con ninguna. Marisela le dañó la maquinaria para enamorarse,
sólo le dejó vivo el pájaro, decía.
En
el cumpleaños número 4 de Yefry, el niño, que nunca pedía nada, le pidió una
torta del Gorila Hulk, que era como él le decía a El Hombre Increíble, el súper
héroe verde y musculoso. Jairo se fue con el dibujo para donde doña Gloria, la
señora de las tortas del pueblo, y le dijo que si le podía hacer una torta de
vainilla con ese dibujo encima. Ella le dijo que imposible. Tenía unas
plantillas de Cars, de Peppa Pig, pero no de Hulk. Además, le dijo que qué
muñeco era ese, tan feo. Él, ya sin tiempo para mandar por el bizcocho a
Medellín, recordó que en el colegio le iba muy bien dibujando. Buscó en
internet, bajó las imágenes al teléfono y se encerró en la pieza. Sacó un
cuaderno viejo y, después de una hora bregando, logró hacer el dibujo del
Gorila Hulk relativamente parecido. La cosa era, ahora, hacer la torta y
reproducir el dibujo allí. Alguien tocó la puerta. Él, alarmado, guardó todo y abrió.
Era su madre, le dijo que el niño había quedado ya dormido y que ella iba a
salir a jugar canasta con las amigas, que no la esperara despierta. Jairo vio
la oportunidad de trabajar en la cocina sin que lo viera nadie y fue a revisar
si tenían todo lo necesario para hacer la torta. Salió a comprar lo que faltaba
a la tienda de la esquina, que estaba por cerrar, y volvió a la casa corriendo.
Una libra de harina, huevos, mantequilla, azúcar. La batidora. ¿Tenían
batidora? Seguro que sí. Buscó como loco y la encontró dentro de un escaparate
que nunca había abierto. Casi no es capaz de ponerle las aspas al aparato, que
sonaba ronco, como queriendo renunciar en ese mismo instante, como avergonzado.
Él pensaba en el niño y seguía intentando. La torta infló, esponjosa y hermosa.
No se quemó, salió del molde fácilmente, como la de la señora del vídeo de Youtube. La cubierta era de mazapán.
Metió los ingredientes en una coca y los mezcló, amasó y probó. Deliciosos.
Forró la torta con el mazapán y dejó la parte de arriba verde para dibujar con
colorante comestible de color negro el súper héroe de su hijo. Se concentró,
tomando como muestra el que tenía en el cuaderno y cuando iba por la mitad del
dibujo —que estaba saliendo muy bien— oyó la puerta de la casa. Era su mamá,
que llegaba temprano de donde las amigas. Se asustó. Tomó la torta y la metió
en una bolsa de basura negra, le hizo un nudo y la tiró al lado de las demás
bolsas de basura. Salió de la cocina, saludó, se hizo el pendejo y le deseó las
buenas noches. Ella, cansada, se encerró en su cuarto de paredes de
tapia y puerta de madera gruesa y no se dio cuenta de los veinte minutos en que
Jairo estuvo limpiando la cocina.
Yefry
tiene 10 años y todavía recuerda ese cumpleaños en que pidió una torta de Hulk
y su papá le dio una de Peppa Pig.
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