CASUALIDAD

Yo sinceramente sí estaba muy tragado de la muchacha. Y yo no soy de los que se enamoran y se
ponen de contemplativos a deshojar margaritas o a perder el tiempo un domingo
boca abajo en la cama como quinceañera posando para una foto “casual”. Tampoco
soy de los que buscan el perfil de
Instagram esperando que esté abierto para mirar a la pelada libremente,
como un acosador. No, yo soy de los que se ponen las botas pantaneras, se
tercian el fusil y salen a la guerra de guerrillas que es el amor en esta
ciudad. Entonces me di cuenta de que salía de la casa faltando un cuarto para las
ocho de la mañana, caminaba dos cuadras —las mismas dos cuadras que yo, prácticamente,
porque vivo solo cinco casas más abajo que ella— y se montaba en el bus hasta
el Parque San Antonio. De ahí bajaba por una calle con muchas ferreterías hasta
Bolívar y volteaba a la derecha rumbo al Hueco. A veces, cuando tenía tiempo,
se tomaba un tinto en una burbuja de esas que hay debajo del Metro. Dos de
azúcar. Entraba a trabajar a las ocho y treinta en una tienda de cucos y brassieres. De lunes a jueves almorzaba
coca. El viernes salía con las compañeras de trabajo y con un man medio maricón a almorzar bandeja
paisa. Es el único hombre con el que la he visto —pero creo que no es amenaza, hasta
creo que tiene novio, un afeminado va a visitarlo cada cierto tiempo y él se
escapa del trabajo y ella lo reemplaza o lo cubre con el jefe—. En la
nochecita, después de terminar la jornada, vuelve al Parque y espera el bus para
ir a la casa haciendo una fila que a veces es muy larga. No la vi salir mucho
con amigos o amigas, pero siempre tenía el celular en la mano, escribía, miraba,
subía y bajaba por esa pantallita de vidrio.
Finalmente llegó
el día de la casualidad. Un Viernes en el bus de regreso a casa. Por si todo
funcionaba, ¿me entendés? Que hubiera forma de seguir después de bajarnos del
bus, ir a comer por la casa, tomarnos algo, reírnos, casi-tocarnos las manos,
darnos el teléfono, salir un par de veces más y después que pasara lo que
tuviera que pasar, casarnos, tener un hijo, tener otro, celebrar las bodas de
oro, y así. Me ubiqué dos puestos detrás de ella en la fila para esperar el
bus. Casi podía sentir el aroma de su champú (como de piña para la niña) entre los
olores a aceite caliente y pollo frito, cemento enfriándose, transpiración, mofles
humeantes, los olores del Parque San Antonio. Cuando llegó el bus nos montamos,
ella escogió una ventana del lado izquierdo, la persona que iba delante de mí se sentó en la banca de atrás y yo me senté al lado de ella, como quien no
quiere la cosa, como indiferente, como si fuera el único puesto libre, aunque
hubiera muchos más. Mientras el bus estuvo parado ella miraba por la ventana
hacia el cielo buscando alguna estrella, o la luna. Yo miraba al frente: Este bus está siendo monitoreado por un
circuito cerrado de televisión, evítese molestias y al lado una calcomanía
de Calvin, el de Hobbes, orinando y mirando con maldad por encima del hombro.
Finalmente la máquina se movió. Ella sacó el celular y comenzó a leer mensajes
de Whatsapp. Yo saqué el mío, para no
quedarme atrás, para parecer gente. El tráfico era pesado, pensaba, hay tiempo, no hay afán. Me comencé a acercar,
lentamente, a ella, imperceptiblemente, cuidadosamente, atrevidamente, sin
mente ¿Copia? Guardé el celular y me preparé para hablarle ¿Qué calores los que hicieron hoy, nocierto? Algo así. Pero cuando
terminé el acercamiento ella se paró, me pidió permiso y se fajó una contra
maniobra que nunca esperé: hábil y rápida presionó el botón de parada, el bus
se detuvo y ella se bajó. No reaccioné. No le dije que porqué se había bajado
tan lejos de la casa. No le reclamé, pero me dieron ganas. Todo lo que tuve que
trabajarle a esta casualidad y ella se me escapa así. Qué vaina, hermano. Pero
bueno, como dicen por ahí. Al que le van a dar le guardan y lo que es pa uno es
pa uno ¿sí o no?
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