AL MENOS
Tomado de Twitter @MapaCentro https://pbs.twimg.com/media/Df56DAzX0AIXIHq.jpg:large
Dicen que la fila comenzó al lado de la catedral
Metropolitana. Que se juntaron unos jubilados bregando a reclamar la pensión en
un banco del estado —con el enjambre de señoras pechugonas ofreciéndoles
préstamos a tasas de usura o coqueteándoles a ver si se levantaban uno y recibían
esa platica mensual— y una de gente reclamando medicinas en la Entidad
Prestadora de Salud (E.P.S.). Que de un momento a otro terminaron dando la
vuelta a la manzana, avanzando en zigzag hasta San Juan y ahí se armó también
el chisme de que si uno metía plata en un negocio, le devolvían el doble a fin
de mes. Entonces la gente corrió a asegurarse un puesto en la fila porque aquí
bobos no somos y sabemos que los primeros que llegan a la pirámide son los que cobran.
Los de abajo son los que terminan fregados.
Me fui un día
para el centro a comprar las dos láminas del álbum del mundial que me quedaban
faltando —el escudo de Polonia y la copa mundo—. No las había querido comprar en el Poblado a
precios de gente que ni se baja de la Toyota de vidrios ahumados. Quería conseguirlas
a precios del centro, a precios de gente que va caminando como quién no quiere
la cosa y se acerca desinteresadamente, uno diría que por error, a preguntar y
regatear quince minutos: “Le doy mil menos” y el otro: “Pero ¿cómo se le ocurre?,
si antes se la debería cobrar a mil más, vea que es que están muy escasas… No,
es que ya me hizo pensar en que se la estoy dejando es muy barata”, y así, en
ese tire y afloje en que uno termina pagando el precio que el vendedor tenía en
mente, pero con la sensación de haberla sacado regalada. Esa sensación me pone
efervescente, no sé por qué. Quizá porque estoy muy pelado y me alegra
cualquier peso que me ahorre. Me bajé del metro en San Antonio y caminé debajo
del viaducto que sombrea la calle Bolívar y su comercio de remates, empanadas y
pollos fritos. Llegué casi al Parque Berrío, giré a la derecha, subí por Colombia
hasta el edificio Palacé y saludé a los Atlases que sostienen con esfuerzo el
arco de ingreso a la Notaría que ahora ocupa las entrañas del edificio estilo
Art Noveau. Caminé hasta Junín y giré por el Pasaje la Bastilla (que para mí
siempre ha sido un infiernito, un infiernito de una cuadra con condenados a
pantalones de prenses de telas sintéticas, camisas de figuras geométricas y
aires alcohólicos). Una cuadra mas allá conseguí las láminas. Una fue más
barata, porque era “colombiana”. “Imagínese hermano” —me explicó el comerciante
de coleccionables—, “¡qué problema!, dicen que es que andan mal de plata, allá
en Italia, ¿sí me entiende? Se murió Don Giorgio PANINI, el dueño del chuzo, el
que fundó la empresa, y quedaron fue los hijos, cuál más calavera que el otro,
y vea, sacan este álbum que tiene láminas imposibles de conseguir como para que
la gente gaste más. Pero bueno, afortunadamente el paisa nunca se vara, y vea,
mírela sin compromiso, es igualita a la italiana, pero yo le soy sincero, es
hecha aquí a dos cuadras. Nosotros sí somos unos verracos definitivamente”. Me
llevé la lámina pirata, que no es igualita, pero pasa, porque yo también soy
así, paisa, y no me varo y estoy sin trabajo desde hace dos meses.
Como terminé
la vuelta temprano me fui a quemar tiempo por ahí. Ya huelo a podrido en la
casa, me da pena del portero, que sabe que no salí en todo el día, de la
empleada que va por días —antes eran tres días, ahora solo uno, porque tocó
recortar—, que sacude, que trapea y ve que yo no hago gran cosa. Pero sobre
todo me da pena de mi mujer, que me mira por el rabillo del ojo, como sin más
paciencia, mientras se viste para salir a la oficina y yo hago como si no me
diera cuenta y sigo viendo la repetición de Barcelona vs. Real Madrid de la
supercopa de España 1997. Me devolví por Junín, atravesé el Parque de Bolívar y
me planté al frente de la Catedral Metropolitana. “La catedral de ladrillo
cocido más grande del mundo”, dijo alguna vez un tío, orgulloso de esos
orgullos que nos encantan por aquí en esta tierra montañosa. Me acordé del
encargo de mi mujer, la plancha antigua que quiere para decorar una fondita que
tiene el suegro en la finca, así que giré a la izquierda con la idea de que por
allí alguna vez había visto anticuarias. En ese momento vi la fila por primera
vez. Me pareció normal, no le miento, en este país es normal que un enfermo haga
fila para que le den sus remedios, para entrar a Creppes y Waffles, para sacar el carro de Los Patios, para pagar un paquete de cigarrillos, aquí siempre hay
que hacer fila. Pero puede que ahí haya comenzado todo. Seguí bajando la cuadra
y vi una peluquería de viejo, blanca, con un espejo de toda la pared donde se
reflejaban cinco sillas clásicas de barbería, cómodas, aparatosas. Las mesas y
cajones estaban flotando debajo del espejo y eran de un material plástico que
imitaba el mármol blanco. Una señora que se llamó para mí Mercedes De-Algo
Jaramillo Restrepo Uribe estaba leyendo una revista CARAS mientras le
cepillaban el pelo teñido de rojo. Seguí caminando. Un travesti esperaba cliente
sentado mientras miraba el celular. En la mitad de la cuadra encontré la
primera anticuaria. En la entrada, el dueño esperaba sentado. “¿Puedo?” —pregunté—
“¿Qué buscaba?” —respondió— “No sé”. Ni bobo que fuera, no le iba a decir de
primera que quería una plancha antigua para que supiera y me cobrara bastante
por ella, yo tengo mis técnicas, así que dije “quería mirar, a ver de qué me
antojo”. “No” —dijo él, cortante— “tengo que salir, y usted tiene cara de
demorarse mucho. Al frente hay otra, vaya allá”.
Confundido
por las repuestas anti-comerciales del señor y un poco irritado, pasé la calle
y entré en un espacio de dos por tres metros donde había cinco hombres hablando
animadamente y muchos objetos viejos. “Siga, mi don, sin compromiso” dijo el
que debía ser el dueño. Arriba, descolgado con un lazo podrido, un carrito de
lata se mecía sobre nuestras cabezas. “¿Va a tomar tinto?” me ofreció otro, el más joven. “No, gracias, no bebo” respondí
haciendo gala de una bobada muy mía, ser dizque chistín para intentar caerle
bien a todo el mundo. Creo que a fin de cuentas logro lo contrario, porque
generalmente son chistes flojos y la gente se da cuenta de mi inseguridad,
quizá por el tono, o la mirada al piso. Al menos éstos señores sonrieron. Miré
alrededor, a decir verdad, la selección no era muy buena. Los juguetes pequeños
estaban en mal estado, las cajas de medicinas y tónicos que presentaban algún
interés, descuidadas y rotas. Di un rodeo esquivando cuerpos de viejos y salí despidiéndome
de esos anticuarios tomadores de tinto con una sonrisa y las manos vacías porque
no vi nada interesante, ni muchos menos encontré la bendita plancha.
Me devolví
por la misma calle y me extrañó no ver al travesti y que la peluquería estuviera
vacía y cerrada. Al llegar a la esquina divisé a Mercedes De-Algo Jaramillo
Restrepo Uribe y al hombre con tetas integrados a la fila, casi de últimos,
esperando sin avanzar. Me pareció extraña la imagen de una señora tan
tradicional al lado de otra tan poco tradicional, pero me alegró que en
Medellín se vieran ya cosas como esas. En un comienzo me pareció que la fila iba
hacia la Entidad Prestadora de Salud, pero no se podía saber claramente. Seguí
caminando sin prestarle mucha atención al asunto y me metí al Parque de
Bolívar. Vi muchas caras. La gente, la gente de aquí, del Centro de Medellín,
mi gente, tan variada, tan diferente, tan trágica, tan cómica, tan alegre, tan
desesperada. Tanta gente. Frente a la Metropolitana se reunía un rebaño de
gringos de chanclas flip flop y aseo
dudoso atentos a una muchacha que les explicaba en inglés con fuerte acento
paisa: as you see, here there are all
kinds of things, legal, illegal, everything. Me reí suavecito del turismo
que busca la realidad, que quiere sentirse no-turismo. Me burlé de mí mismo
yendo a los mercados de Lima o de Salamina, Caldas, —cuando había con qué
pasear— a ver cómo merca la gente de verdad. Como éstos gringos, que seguro se
pondrían felices si un gamín les roba el mobile
phone porque tendrían una experiencia nueva y auténtica, todo eso.
Entré un
segundito a Alí-Babá, el sex shop de
ahí de la esquina de Junín, porque aunque no soy un pervertido, ni nada de eso,
he ido incorporando algunas ayudas a mi numerito, que, después de ciertos años
de casado, oxigenan —o bueno, a mí me han servido—. Cuando salí, la fila ya
pasaba la calle hacia Junín y los carros pitaban pidiéndole a la gente que se
quitara, pero nadie quería perder el puesto con otro más vivo y se apretaban
entre ellos impidiendo el paso de los carros, lo que produciría unas horas más
tarde un taco monumental. Atravesé las humanidades hiladas como pude y me fui
rapidito a ver si cogía el metro y llegaba a la casa antes que mi señora y alcanzaba
a esperarla con un vinito del D1, o algo así, para bajarle la aspereza. Subí
las escaleras de a dos escalones y llegué ahogado arriba, tomé aire, pasé la
cívica, que tenía ya un saldo mínimo y entré a la estación. Mientras esperaba
la llegada del tren miré abajo, en ese plano cenital tan bonito que se produce
desde las alturas de esa mole concreta que son las estaciones del orgullo de
los antioqueños. Ahí sí me sorprendí mucho, porque abajo, ordenada, la fila
seguía creciendo. El sonido chirriante del tren me sacó de mi sorpresa y me monté
pensativo. Saqué el celular y me fijé a ver qué decían en Twitter, pero no pude ver nada porque no tenía datos. Tuve que
esperar a llegar a la casa. Me puse a buscar, con # y todo, #filaenelcentro,
cosas así, pero nada. En esas estaba cuando llegó mi señora. Mejor dicho, me
encontró en las mismas de siempre, en el computador, sin hacer nada. Me saludó
y me preguntó que qué había hecho en todo el día. Le conté que mirar
clasificados en internet, mandar un par de aplicaciones y bajar al centro a
conseguir las laminitas del álbum del mundial que me faltaban. “Te rindió,
entonces” dijo torciendo la boca y tomando paso rápido a la habitación.
Al otro día
me levanté temprano a prepararle el desayuno pero los huevos se me pasaron de
punto y la yema quedó dura, la arepa sin tostar, el café aguado. Ella no dijo
nada, dejó todo medio picado y se fue porque tenía afán. Yo prendí el
computador y me metí a computrabajo.com
y alempleo.com a ver si salía algo
nuevo, pero nada. Las mismas tres o cuatro ofertas serias y una decena de
convocatorias a “profesionales en todos los campos” que no eran más que estafas
o ventas de cursos de inglés. Decidí
salir a trotar un rato. Uno cuando tiene trabajo no hace sino pensar en que qué
bueno tener tiempo para leer, hacer ejercicio, ir a la finca en semana, cosas
así, pero cuando tiene el tiempo no piensa sino en plata y en qué cuentas
faltan por pagar y cuánto queda de la liquidación, entonces no trota, ni hace
ejercicio ni mucho menos se va para la finca en semana, porque un desempleado
pasando bueno no es bien visto. Al menos eso me pasa a mí. Me puse el atuendo
trotador y salí con toda la intención de hacer cinco kilómetros y sacudirme la
mala racha. Con los primeros pasos cambié la meta, de cinco a tres kilómetros y
sentí que el aire inmundo de las horas pico llenaba mis pulmones perezosos. El
tráfico era imposible, realmente imposible. Pasé por el frente de Otraparte y
ahí ya los carros estaban casi detenidos. Me alegró no tener que ir a ningún
lado, pero pensé en mi mujer, atrapada en esa jaula marca Renault desesperada
por llegar a tiempo donde un jefe al que odia, a hacer un trabajo que no quiere
hacer. Unos días antes de que me echaran del trabajo habíamos decidido que ella
iba a renunciar para dedicarse a escribir. Era lo que quería. Hace años. Ha
publicado un par de cuentos en El Colombiano y en una revista de Barcelona. Siente
que es su momento. Pero llegó el “Lo sentimos, es un recorte general por
políticas de los nuevos dueños. El departamento de contabilidad será asumido
por un outsorcing en Singapur”. Todos los planes al carajo. Cuando
llegué al Parque de Envigado, ahogado y bañado en sudor —porque uno en el carro
no se da cuenta, pero eso es todo subida, leve, pero subida—, me sorprendí de
encontrar una fila larga, y entre las caras formadas una tras otra, la de un ex
compañero de oficina.
—¿Qué más Carlos, qué se dice? —me acerqué.
—Uy, papá —respondió como sin reconocerme—, bien, por aquí
en la fila.
—Eso veo, eso veo ¿no se acuerda de mí?, Ramírez, de
contabilidad.
—Ah, sí, sí —pero era claro que todavía no—, ¿qué más,
Ramírez?
—Bien, llevándola. No me esperaba que me sacaran así, al
otro día. Esos mejicanos que compran la empresa y en un día ya habían sacado
todo el departamento de contabilidad.
—Sí, sí. Nosotros salimos a los tres días. Ya el
departamento de tecnología queda en la India.
—¡No jodás! —dije fingiendo sorpresa, porque eso se supo, los
mejicanos sacaron a todo el mundo.
—Pues sí. Aquí estoy en la fila, al menos.
—¿Cómo así? ¿para qué es esta fila?
—¿No supo? Dicen que hay una pirámide nueva, que lo que
usted meta, se lo doblan en un mes. Yo voy a meter lo que me queda de la liquidación.
—Uy, ¿pero en eso no termina uno perdiendo siempre?
—Pues hombre, me extraña la pregunta, siendo usted
contador. Claro que algunos pierden, pero no todos. Los primeros ganan, espero
ser de los primeros, una señora aquí adelante me dijo que siempre estábamos avanzaditos
y con el tamaño de esta fila, creo que nos da —dijo ya distraído, mirando
encima de las cabezas intentando mirar lo más lejos posible.
—Ya. Bueno, así quedamos, suerte.
Seguí persiguiendo
la fila para ver dónde paraba y le pregunté a varias personas qué hacían ahí.
Un niño me dijo que era un concierto de Paw
Patrol gratis en la Macarena, que se necesitaban dos botellas de Pony Malta
contramarcadas. Un señor mayor me dijo que era que estaban abriendo una tienda
de cosas americanas muy finas, cosas que no se consiguen en Medellín y que si
se consiguen son muy caras, que iban a abrir con unos descuentos muy tremendos,
que si quería me podía meter, pero le tenía que dar veinte mil. Una mujer me
dijo que era que había una convocatoria para un reality y que ella se había preparado toda la vida para una
oportunidad así, tenía más de mil seguidores en Instagram, según me dijo. Ella sabía que ese papel era de ella.
Después de dos o tres horas de caminar y preguntar, llegué al final de la cola
y me metí antes de que alguien más me robara el puesto. Al fin y al cabo,
decían que una empresa multinacional había llegado a Medellín y solicitaban
personal de todas las carreras para plazas de teletrabajo con unos sueldazos
tremendos.
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