Mi hermanito

Para Rici

En esa época, mi hermano estaba en lo mas alto de su carrera de niño gracioso. Todos los sábados, cuando íbamos donde la abuelita, prácticamente le arrancaban los cachetes de pellizcárselos mientras le decían que como está de lindo éste culicagao, que ¿quién es el más lindo, el más hermoso, Santiaguito, no cierto? Le quedaban rojos rojos los cachetes entre pellizco y beso pintoreteado. En cambio a mí a duras penas me miraban. Y no sólo las tías, también las primas. Pero lo que más me dolía era que Carolina, la hija de 18 del vecino, lo adoraba. Él era el bonito, y yo un garfio.

A mí la adolescencia me llegó temprano. La sombrita, que parecida a una mancha de carbón, se exhibía debajo de mi nariz, el pelo grasoso, la voz entrecortada por agudos destemplados, los granos purulentos en todo el cuerpo. Un cuerpo nada agradable de por si, alto, encorvado e incontrolable, que me hacía tumbar porcelanas finísimas, regar la jarra de la leche durante el almuerzo, tropezar contra mis tías de 80 años -para quienes un golpe de esos podría ser el pasaje directo a Campos de Paz- y todo eso a los 11 años. Para acabar de ajustar, todos se daban cuenta de mi desagradable estado, de mi deforme cuerpo adolescente, menos mi mamá para quién siempre fui y seré su niño hermoso. Y era que incluso así, grande como estaba, ella seguía comprándome todo en el departamento de niños de EL ÉXITO. Camisetas talla S con dibujos infantiles, pantaloncitos cortos ridículos, o largos que me quedaban marraneros. Lo único que me compraba grande eran los zapatos “pa que le duren mijo”, completando así una imagen tipo frankestein que hacía que, con razón, ninguna de mis tías , vecinas o primas me volteara a ver.

Mi hermanito en cambio, tenía 9 y parecía un muñeco. De ojos grandes, cachetón, un poco regordete, el pelo peinadito de lado siempre ordenado: ternura pura. Además, era su turno de ser el niño mimado, de ser quien cantaba y recitaba. A mi me había tocado también y de pronto por eso era que me daba envidia. El aún conservaba esa cualidad infantil que hace que todo sea gracioso o bonito. Si era él quien tropezaba con una tía, quien regaba la leche o quebraba la bailarina de porcelana, mis tías no le gritaban histéricas ni le contaban a todos que el mayorcito de Soledad se había vuelto un escuincle torpe. No. Si era él, todos reían y celebraban la hermosura del culicagao. Que ternura Santiaguito como regó la lechita, que belleza como quebró la porcelanita de mil millones de pesos.

Como le dije antes, hacía sólo unos pocos meses era yo quién cantaba y recitaba. A quién iban todos los mimos y halagos. Me acuerdo lleno de vergüenza de la última vez que interrumpieron la reunión familiar para que yo, Sebastiancito (y no como me dicen ahora: el mayorcito de Soledad) cantara Mi Cacharrito, de Roberto Carlos. Veinticinco cristianos apretujados en una sala pequeña sólo para oír cantar al niño. Estaban mis primas y primos mayores, las tías, los tíos, Carlos Mario y Victoria, unos vecinos que siempre iban a los días de la madre o del padre, las bodas de oro o cualquier otro evento familiar en el que hubiera trago y comida gratis, el abuelito Alfonso y la abuelita Amalia, todos reunidos para verme. Para mí era ya algo rutinario, cantaba y me aplaudían, que que tan hermoso, que eavemaría pues. Pero esa tarde no iba a ocurrir lo de siempre. Esa tarde de sábado hubo una tragedia que marcó el fin de mi infancia, una tragedia que llegó sin avisar y en el peor momento que podía haber llegado. Abrí la boca y era como si tuviera la voz incompleta, como si hubiera perdido el control de ella, porque aunque varias palabras eran entonadas e infantiles, otras eran desequilibradas y profundas. Como si en mi garganta hubiera alguien más, un vendedor de mazamorra pilada o un reparador de ollas a presión, que reemplazaba palabras que yo creía mías por gritos desentonados que nada tenían que ver con mi rostro aún infantil y tierno. En ese momento todos comenzaron a reír y mis primos mayores comenzaron a hacer kikirikí y a imitar mi desentonada voz. Por primera vez se reían de mi y yo aprendía que era la vergüenza. Me di cuenta que había pasado mi cuarto de hora cuando mi Tío Carlos dijo: “éste ya se nos acabó, traigan el otro”. El otro era el fastidioso de mi hermanito.

Desde ese día nada fue igual con mi Santiaguito. A mi ya no me gustaba nada. No me gustaba mi ropa, ni la decoración infantil de mi cuarto, no me gustaba el colegio, ni Sammy el heladero. Pero lo que menos me gustaba era mi hermanito. Empecé a oir música rock y a pasar horas y horas viendo televisión o jugando Nintendo. Cuando mi hermano me hablaba, lo ignoraba o le decía cualquier bobada para que se fuera. Me causaba repulsión el culicagao y yo estaba muy ocupado tratando de acostumbrarme a los desagradables cambios que se habían tomado mi cuerpo intempestivamente.

Fue en esa época en que empecé a decirle mentiras a Santiago. Me acuerdo que a los dos nos encantaba la Pony Malta, y que si quedaba sólo una en la nevera, a mi me daban cualquier jugo de mora y a mi hermano la Pony Malta. Entonces yo me inventé que la Pony Malta era pipí de pony, y el cagón no volvió a probarla nunca. Me acuerdo que le dije que el Nintendo y el televisor emitían radiaciones XZ 14 que eran muy peligrosas para el cerebro de los menores de 10 años. Que la policía vendría a la casa por él si no me hacía favores. Lo mandaba a San Diego a comprarme Cry Babys o chocolatinas americanas. En realidad fue una buena época para mi, porque hacía lo que quería con el pobre, pero en el fondo, yo creo que le tenía envidia porque a él todo el mundo le paraba bolas.

Un día, después del colegio, me fui con Zapata a un kiosco de revistas de San Diego a comprar una de porno. La adolescencia trajo también una avalancha hormonal que no me dejaba pensar en nada más que en sexo. Zapata me decía que con mi estatura y mi bozo, seguramente el dueño iba a pensar que yo era mayor de 18. Entré en la tienda y comencé a dar vueltas en el 2x2 del kiosko. El dueño, un gordito de bigote, permanecía tras el mostrador como sabiendo por donde iba la cosa, pero sin decirme nada. Finalmente, muy nervioso, le pregunté que si tenía la revista de Selecciones del Readers Digest, y el me dijo que si, que a cuatro mil, ¿se la lleva? Entonces yo le dije que no, que no gracias, y muy apenado, mejor seguí dando vueltas por la tienda, sin atreverme a ir a la parte de atrás, la pequeña zona escondida, el paraíso de los adolescentes de San Diego, donde ponían las revistas para adultos, Playboy, Hustler, Penthouse, Revistas populares entre nosotros los púber pre-internet, las revistas para debajo del colchón. De nuevo saqué fuerzas para hablarle y le pregunté que si tenía Mecánica Popular, y él me dijo que sí, que a 6000 mil, ¿se la empaco? Y yo le dije que no, que no gracias, lo voy a pensar. El señor, ya perdiendo la paciencia, me dijo que dejara de joder la vida, que las de porno estaban atrás y que fuera rápido para que nadie me viera y cogiera la que más me gustara, todas son a 10 mil. Yo, muy abochornado, y dándome cuenta de lo obvia que había sido mi actuación, pasé, cogí la primera Playboy que ví, le entregué la mesada de una semana de Zapata y mía al señor y él me empacó la revista en una bolsa negra y me dijo que mosca, que no le dijera a nadie que había comprado la revista allá.

Ese día me tocaba a mi. Zapata había puesto la mitad de la plata, pero no había sido él quien había tenido que enfrentar al dueño del kiosco con esa sonrisa burletera. El sólo había esperado afuera. La ejecución me valió ser el primero en ver esas mamasitas en bola. Al día siguiente se la entregaría a Zapata y el me la devolvería el que sigue y así hasta que nos cansáramos y se la cambiáramos a algún compañero del colegio por otra. Llegué a mi casa con el paquete escondido bajo la ropa. Estábamos solo Santiago, Doña Ligia y yo. Me encerré en el cuarto, saquee el paquete y miré la revista. Cuando terminé, la empaqué en mi mochila del colegio para entregársela a Zapata al día siguiente.

Por la noche, Santiago me pidió prestado el compás porque tenía una tarea con unos círculos o algo así, y como yo estaba ocupado viendo Supercampeones, le dije que lo sacara de la mochila. El niño salió por él, y no fue sino hasta cuando era demasiado tarde, que me di cuenta de que la había cagado. Salí corriendo tan rápido como pude para evitar que Santiaguito abriera la mochila, pero el cagón ya estaba sentado en mi cama viendo las viejas en bola. ¡Ay mijo, una revista de porno!, me dijo cuando lo vi. Va pa los papás. Y yo que no, que no, que la tenía ahí para botarla mañana, y él que no le creo, que es para ver señoras en pelota. Y yo que no. El cagón estaba creciendo, ya no se creía los cuentos tan fácil. En ese momento, no se porqué, me dio por ser un buen hermano. Le dije que viera la revista. Que si no le parecían muy bonitas esas viejitas. El se reía y no podía dejar de mirar. Le expliqué que a las señoras les pagan para que se empeloten y les toman fotos y venden esas revistas. Le dije que a los hombres nos gustaba ver mujeres en pelota y que aunque no nos dejaran, en el colegio todos los de sexto tenían revistas de porno. Le dije la verdad por primera vez y él me creyó, y me dijo que si yo le prestaba la revista a veces, no le decía nada a la mamá. Ese día mi hermano empezó a dejar de ser un niño y se unía al club de los cuerpos encorvados y llenos de granos.

Pero no fue sino hasta quince días después que él dejó de ser el cagón de la casa. El día en que Carolina, la hija de 18 años de los vecinos llegó furiosa a decir qué mis papás eran unos irresponsables que estaban criando unos depravados asquerosos. Resulta que al excagón de Santiago se le ocurrió ofrecerle la mesada de dos semanas para que le mostrara las tetas. La pela que nos dieron fue inolvidable, pero ese día Santi y yo volvimos a ser amigos y a reírnos del primito de turno al que le tocara cantar Mi Cacharrito de Roberto Carlos.

Comentarios

Anónimo dijo…
obvio
OCIOPINTORESCO dijo…
buenas Don Anónimo, podría ampliar un poco su comentario? la idea es aprender bastante!
Anónimo dijo…
El escritor va madurando poco a poco cuando empieza a comprometer sus sentimientos en sus escritos. Los escritos empiezan a tener esencia, cuando se desnuda el alma de quien los escribe, haciendo al lector participe tanto de la realidad como de la fantasia.
La linea de la realidad describe a Santiaguito? o es la linea de la fantasia, de como lo queria ver? o es la linea de la fantasia como es Santiaguito y la linea de la realidad como lo quiere ver.
Esperemos en tiempo para ver la realidad del proximo primito, a ver si rie... Lleve mi Cadilac al mecanico hace dias....
OCIOPINTORESCO dijo…
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
OCIOPINTORESCO dijo…
Es la manera de hacer literario un personaje construido de un montón de Santiaguitos que hemos conocido. He notado que entre más conozca los personajes, mejor me quedan definidos y más creíbles.
Igual es una mezcla de imaginación y realidad sin saber realmente cual se nutre más de la otra.
Unknown dijo…
La realidad esta en todas partes, la fantasia; en la pesadilla de tener un hermanito.
Anónimo dijo…
.
Anónimo dijo…
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Que buena presentación de la inevitable transición de "CANTAOR" de sala familiar a la de los amigos de la pubertad, que son los que siempre recordaremos.

Me hiciste recordar que yo era el encargado de guardar las revistas de esas cositas ricas. Y con ellas obtuve muy buenas ganancias, hasta me prestaban un carro en el que aprendí a manejar a los 14 años, a cambio de mi tesoro " las Play boy " " las Penthouse" bueno y una que otra " Pimienta".
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Hasta la próxima.
Juanca.
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OCIOPINTORESCO dijo…
jajaja, con aprendida a manejar incluida, essselente.
Anónimo dijo…
me encanto...se siente muchisima realidad...vivi ese personaje ...esos personajes ..me toco muchas fibras...felicitaciones de nuevo
Anónimo dijo…
.

me encanto...se siente muchisima realidad...vivi ese personaje ...esos personajes ..me toco muchas fibras...felicitaciones de nuevo

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