Lokrum


Croacia 1.

           Esperé un año para escribir esto, quizá porque no tuve tiempo, quizá porque nunca planeé hacerlo. Quizá buscando tener licencia para la exageración y el relleno de los vacíos de la memoria con ficciones, mentiras, con ideas que posiblemente no sean ciertas, pero que harán más agradable la lectura de éstas memorias.

            Llegamos a Madrid. Allí pasamos una noche. Siempre es bueno ir a Madrid. Solo por ver el aeropuerto, vale la pena ir a la capital de España. Nos quedamos en un airbnb pequeño y cómodo en toda Plaza Mayor. Una locación perfecta para estar un solo día. Fuimos al mercado de San Miguel al medio día, comimos aceitunas de varios tipos, cañas –cervecitas– y una o dos copas de tinto –vino–. Es agradable el mercado, pero excesivamente turístico. Y no es que sea de esos que desprecian las mentiras fabricadas para los turistas, o los sitios llenos de japoneses con sus cámaras modelo 2031, pero sí se siente algo como un encierro, como una sensación de vaca pal matadero en esos espacios confinados de sonrisas falsas y productos aptos para turistas. Con eso en mente, decidimos ir a almorzar a un sitio que nos recomendó la dueña del airbnb, la calle Cava Baja, a solo unos minutos de la Plaza Mayor. El restaurante, que escogimos por una mezcla entre hambre y fachada, se llama LA CHATA y fue un comienzo de viaje perfecto. Teníamos dudas sobre el apartamento. Queríamos repetir un piso en Malasaña en el que ya habíamos estado dos años antes y que nos encantó, aunque su único defecto, en palabras de Inés, la dueña, era que “hay putas. Abajo hay putas. Pero no os preocupéis, son putas de toda la vida”. Efectivamente, las señoras putas, que aparecían en la tarde y se iban en la mañana, eran veteranas del oficio y muy queridas, saludadoras y amables. Nos encantó Malasaña, por eso queríamos repetir, pero no estaba disponible el piso, o era muy grande (éramos menos esta vez) y eso nos llevó a Cava Baja, y al restaurante LA CHATA, que estuvo muy bien. No recuerdo qué comimos, pero sí que abusamos de la amabilidad de la dueña y su hijo, que se quedaron una hora más de lo normal –usualmente cierran los restaurantes a las tres o así, para abrir en la noche nuevamente– y hablaron del marido muerto, que fue el que puso el restaurante y siempre trabajó en “hostelería”. Madrid lo cortamos ahí, se supone que voy a hablar de Lokrum, y eso fue como tres días después.

          Otra vez Barajas, ¡qué aeropuerto!, y a medio día estábamos en Dubrovnik. El apartamento, otro airbnb, una maravilla, pero de eso hablaré en la segunda entrega. Ahora quiero hablar de otra cosa. Porque qué va, y porque ajá.

 
            Lokrum es una isla pequeña al frente de Dubrovnik. Creo que se podría pasar nadando. No se si esté permitido, pero quiero decir que es verdaderamente cerca. Se ve desde varios puntos de la ciudad, verde y montañosa, al frente. Nosotros no fuimos nadando, claro, sino en ferrys que cruzan cada hora, más o menos, y que no son muy costosos ni muy baratos. Dubrovnik es así, no es realmente caro, pero que uno diga regalado, tampoco (es la ciudad más cara que visitamos en Croacia). El viaje dura diez o quince minutos, es agradable, las sillas son de madera, la brisa es sabrosa. Y el Adriático. Ya llevábamos un par de días allí y habíamos conocido el Adriático. Sabíamos que se funde con el cielo a ciertas horas. Que en la mañana la luz y el movimiento del agua producen destellos de colores. Vimos también turistas mojados, y yo, que no puedo ver un charco porque me meto, no sabía de dónde venían, y porqué no había podido yo probar un clavadito. Pero ese día, ese día nos montamos en el mar para ir a Lokrum, y bueno, ya les cuento.

 
            
         Uno llega a un puertito, digamos más bien un muelle de cemento, donde cabe el ferry perfecto y uno se baja en orden, tipo turista, tipo vacas, pero con calma, sin gaminadas. El mar, ya desde el puerto, me hacía caritas. Era por fin el día del mar. Un formato de paseo nuevo, uno que por el momento pintaba fantástico. Uno en el que se visita un lugar nuevo, se aprende de historia, se come bien, o mal, o normal, pero en general, se camina mucho, se ve mucho y se descansa poco, solo en las noches, después de diez o doce kilómetros –a veces más– en los pies. Uno en el que estas jornadas se podrían entretejer con días de sol, de paisajes naturales, de agua, de mar. Esa era la promesa que nos hacía Croacia desde que lo planeamos. Hay que tomar un camino empedrado hacia el interior de la isla. Lokrum está llena de vegetación. Los monjes benedictinos que se instalaron allí por primera vez y las familias de la nobleza que posteriormente tuvieron allá un palacio entendieron que el clima se prestaba para hacer de la isla un pequeño paraíso botánico. Los caminos empedrados nos llevan, como quien no quiere la cosa, a la primera atracción: La abadía benedictina. Allí dos cosas para rescatar, un trono de hierro tipo Game of  Thrones donde nos tomamos las respectivas fotos, sin mucho éxito, porque uno en chancla tres puntadas y bañador de palmeritas no es que capture mucho el look del winter is coming. El trono está en una de las habitaciones de la abadía, que seguimos recorriendo. Es un edificio antiguo, con un jardín central muy bonito. El recorrido es rápido, por corredores amplios, que dan a la celdas, cerradas, así que no hay mucho para ver. En la parte de atrás, hay un restaurante a manteles. Verlo nos recordó que había que buscar un buen lugar para comernos los sánduches que trajimos del apartamento. En Croacia se consiguen quesos y jamones de buena calidad, mayonesa y mostaza en tubos de crema de dientes. Y el pan. El pan es un cuento aparte, porque hay de muchos tipos, pero es difícil escoger. Dar con un pan blanco normalito pa sánduche fue una tarea de dos o tres días, ensayo error. Errores que no estuvieron nada mal, realmente, panes de masa madre, de granos, panes duros, panes suaves, es parte del paseo, para mi, ir tantas veces como se pueda al mercado, a la panadería, ver cómo compra la gente, qué compra, cosas así, que en un hotel posiblemente nos hubiéramos perdido.

              

          Seguimos por los caminos de la isla en búsqueda del jardín botánico y alrededor, por todas partes, pavos reales que se acercan más de lo normal, acostumbrados a los pedazos de pan que les dan los turistas, con una confianza un poco amenazante. Hay también, conejos medio salvajes, medio domesticados, que pasan corriendo al lado de uno, o se acuestan a tomar el sol, como los visitantes de su isla. El jardín botánico como tal es poco interesante para un grupo de turistas Colombianos que viven entre laureles, eucaliptus y que a unos pocos kilómetros de su casa tienen bosques exuberantes y frondosos. Es, de todas maneras, interesante ver el espacio, los animales y lo especial que en términos botánicos es la isla. Pero bueno, ya si, sed, calor, queríamos agua. Entonces tomamos el caminito a la laguna de agua dulce, otra de las atracciones que habíamos visto en algún trip advisor o en el libro de Lonely Planet, algo así. El charco es en la costa de la isla que da hacia Dubrovnik. Con una vista perfecta de la ciudad, nos compramos unas cervezas y unos Aperol –la bebida del paseo– y nos preparamos para, por fin, darle frescura al cuento.


            En resumidas cuentas, una maravilla. Agua fresca y cristalina, poca gente, espacio para nadar, para asolearse, perfecto. Al fondo del charco, una cueva pequeña donde el agua es mucho más fría, porque no entra el sol, y la profundidad llega a los 3 o 4 metros. El momento del agua llegó con toda. Porque después del charco nos acomodamos a la sombra de un árbol y nos comimos los sánduches, mirando el Adriático, que ahora sí se mostraba como los pavos reales que vimos antes, en todo su esplendor. Al fondo, el continente, que completaba un paisaje con propiedades de crema de indio amazónico: relajante muscular, desaparece los problemas de la cabeza y lo pone a uno en un estado de tranquilidad absoluta. A mi eso me duró unos minutos solamente, porque la idea mía era romper la frontera de la contemplación y pegarme una buena zambullida en el mar. Empecé a buscar por la costa el sitio perfecto. No fue fácil, las playas, si las hay, son rocosas y es difícil bajar, pero el que persevera alcanza, y encontramos un muelle pequeño, desde donde vi gente saltando al agua. Ese fue. Llamé a los que quisieran ir conmigo y nos pasamos una hora más allí, saltando al agua de todas las maneras posibles. Hablamos con una pareja de argentinos, el español delata, y uno, cuando está lejos, y más en éstos países, en los que la Ñ es un símbolo desconocido, aprovecha para conversar con el que sea. Cuando nos cansamos, volvimos a la sombra del árbol, tomamos unas asoleadoras que vimos sin usar y nos acostamos un rato a ver los conejos, los pavos, el mar, la gente. Cuando ya era más o menos hora de irnos, un Kovacic o un Davor Suker, qué se yo, se acercó a cobrarnos por usar las asoleadoras. Erda, no teníamos ni idea, qué pena. Son tantos kunas. No era poco, tampoco una barbaridad. Decidimos pagar. Había letreros por todas partes, que obviamente no vimos, y la tarde había sido una belleza, como para ponernos a pelear por el tema. El caso es que si van, sepan lo que nosotros no supimos. La verdad es que alcanzamos a juntar cuatro o cinco asoleadoras, muy a lo Colombiano, una para las toallas y los bolsos, otra para la mamá, otra para el papá, etc.

            La devuelta es triste, porque uno definitivamente se quiere quedar, pero vale la pena no esperar demasiado, porque los ferrys se llenan, y esta vez sí, increíblemente, la gente se mete en las filas y toca esperar media hora más, una hora más, ya uno cansado, sin poderse mover de la fila, con sol, no sale negocio, realmente. El bote, y de nuevo Dubrovnik. No se si salimos esa noche, creo que comimos pastas en el apartamento, mientras mirábamos, ya desde el continente, la sabrosa islita de Lokrum.  


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