Yo trotaba en Cúcuta



    Hoy, Cúcuta es como un viejo solitario y sin pensión. Es gris, y no es el sol, ni son las nubes. Son los pisos sucios, son los rostros de las personas desesperadas, son las edificaciones viejas. Se nota a la vista que hay dolor, tristeza y hambre. Fuimos a buscar una arepa venezolana, que aquí llaman tostada. Le preguntamos al recepcionista del hotel y nos dijo que por la Avenida Cero –curioso nombre, como si al fundar la ciudad la uno les hubiera quedado mal puesta–, a doce cuadras, podíamos encontrar las arepas de La Señora María. Eran cerca de las siete de la noche y la ciudad se volteaba hacia adentro, los carros atascados en filas largas, se unían en un solo bocinazo molesto, agudo, insidioso. Es increíble el uso del pito en Cúcuta. Todos, absolutamente todos, motos, carros, buses, taxis, pitan. Como queriendo despertar la capital de Norte de Santander del letargo económico que trajeron los malos días del vecino. Una protesta en tono de claxon.

    Seguimos caminando por La Cero y vimos, a mano izquierda, un centro comercial. Estuvimos tentados a entrar. Ir a la segura. Comernos un sánduche cubano o una hamburguesa Presto. Pero la idea de estar en la frontera y no aprovechar para comernos una reina pepiada, nos parecía un desperdicio inaudito. ¿Dónde, sino aquí, podríamos disfrutar de la delicia venezolana?, con el país en crisis, imaginábamos Cúcuta inundada de las de maíz rellenas de aguacate y pollo desmechado. Pero no. Vimos una iglesia, estaba muy llena. La acera, llena de motos, nos obligó a meternos a la calle estrecha en una maniobra que provocó aún más pitos. En tiempos de desesperación, la fé, pensé. Caminamos doce, trece, quince cuadras y no vimos las famosas arepas de la Señora María ni otro restaurante que valiera la pena. TripAdvisor nos recomendaba “la Spezia”, un sitio de comida internacional, y una parrilla, “Londero´s”, posiblemente el asadero del famoso goleador argentino, o de su hijo. Ambos ofrecían cosas que hubiéramos podido conseguir en Medellín, y nosotros queríamos la arepita. Decidimos, frustrados, dar la vuelta y comer en el hotel. A mitad de camino, ahogados por el ruido de los pitos y el hambre, nos rendimos. Terminamos comiéndonos un sánduche cubano en la plazoleta de comidas de un centro comercial. Un final sin gracia. De ahí, a dormir.

    Al despertar, decidí ir a trotar. Era un día fresco y yo no había traído mis tenisitos de trote a pasear a la frontera. Además, era la oportunidad de conocer un poco más la ciudad y ver si mi primera impresión mejoraba en algo. Desde la ventana del hotel Arizona se podía ver que el estadio General Santander no estaba lejos, así que decidí salir para allá. Bajé a la recepción, entregué la tarjeta plástica que reemplaza la llave en los hoteles modernos y arranqué. A las dos o tres cuadras me di cuenta de que iba en dirección contraria al templo futbolístico cucuteño. Dí la vuelta y a trotar. Hubiera podido seguir en esa dirección. En verdad no había diferencia. Pero decidí volver. Pasé frente al hotel y a las tres cuadras vi la carpa de circo que estaba justo al lado del Estadio. Los pitos, en la mañana y sin hambre, no me parecieron tan molestos. La gente en la calle era de dos tipos: los que iban a algún lado y los que no. El desempleo en Cúcuta es el segundo más alto del país, después del de Quibdó. La cosa está jodida. Los que van para algún lado están bien vestidos y tienen un paso seguro, casi insolente. Los que no van para ningún lado casi siempre están en grupo, tienen maletines o mochilas grandes y cara de no haber dormido bien en días.

    La idea era trotar mínimo cinco kilómetros, así que doy una vuelta al estadio y miro el reloj con GPS, medidor de pulsaciones, de velocidad, que deshierba el jardín y brilla el carro (qué regalazo me dieron en diciembre), y veo que el circuito que acabo de recorrer es exactamente de un kilómetro. Tres vueltas más, entonces. En la primera miro el circo, que ocupa casi una cuadra completa. Pienso en los malabaristas, payasos, tigres, elefantes, french poodles rosados, que pueda haber ahí, dormidos aun después de las funciones del día anterior. Veo el nombre del circo, algo como en italiano, pero que no recuerdo ahora. De lo que sí me acuerdo es de un cartel con la fecha de la que debió ser la función de despedida cubierta con aerosol, pero aún visible de cerca. Septiembre 18 de 2017. Después del circo se llega a un complejo acuático (al menos a la reja del mismo) que rodeo esquivando huecos en la acera y mirando de reojo la actividad en la piscina. Solo hay un nadador. El entrenador le indica, desde afuera, cómo mejorar su brazada.

    Estaba oyendo una lista de música negra que hice en Spotify. Música viejita, pero sabrosa, tipo Nina Simone, Aretha Franklin o James Brown. Una lista no muy adecuada para el deporte, pero que a mi me funciona. Al menos va con mi rimo de adulto contemporáneo de 0,1 toneladas. En los bajos del estadio, un señor muy flaco hablaba con una mujer de falda muy corta. Estaban negociando. Al otro lado, un barrio residencial de esos con historia, de casas de uno o dos niveles, con ante jardín, porche, zaguán, bifé, todas esas palabras que ya no se usan en nuestro mundo de torres de apartamentos pequeños. Definitivamente un barrio agradable. Seguí dando la vuelta hasta llegar al coliseo de baloncesto. Se oía la percusión de los balones y la voz de un entrenador animando el equipo. Comenzaba a sudar. Después del coliseo, una zona peatonal grande con varias bancas. En una de ellas una pareja, un hombre joven y una mujer mucho más joven. Hablaban. Aceleré y completé la segunda vuelta.

    En la tercera vuelta miré casi las mismas cosas. Cerca al barriecito había dos o tres busetas de colegio y los choferes estaban tomando tinto y conversando. Seguí con paso decidido y vi que el hombre y la mujer de falda corta seguían discutiendo. Ella miraba con tristeza e insistía en que no. El hombre miraba con desprecio y decisión. En el coliseo, los balones. La pareja de jóvenes ya no estaba en la banquita, sino que caminaba en sentido contrario al mío. Cuando pasaron a mi lado oí que el hombre decía: “usted tan bonita no está para aguantar hambre”. Con esas palabras terminé la tercera vuelta y pensé en dejar ahí, arrancar para el hotel, bañarme, desayunar y salir a trabajar. Ya había visto suficiente. Pero, pensando en mi deficiente forma física y en que ya estaba ahí y no hacía calor, decidí seguir. Última vuelta. Circo, piscinas, barrio, hombre y mujer discutiendo y finalmente la escena que presentía y no quería ver: en los bajos del estadio, en un rinconcito oscuro, una colchoneta sucia y la mujer joven que se pone de pie y se termina de subir los pantalones. Yo trotaba.

    Espero de corazón que vengan días mejores, Cúcuta.

Comentarios

Dajara dijo…
Este sí me gustó mucho más... los del parlache como que no son lo mío...
Le comenté a mi hermano que estuvo en Cúcuta, con la gente del turismo... "sí? quién sabe en dónde se metió, la verdad es que Cúcuta es una ciudad verde, limpia, bonita, agradable..."
Jeroglífico: mi ~= mí (Y)

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