BIGOTE



Carlos Mario Había pasado los cincuenta conservando una masculinidad rústica y precisa.

Espalda ancha, una barriga moderada de macho cervecero, Levi´s 501 y zapatos apaches. Las canas le daban un toque atrayente a su cabellera abundante y negra. Un bigote frondoso coronaba su boca de dientes amarillos por el cigarrillo.

Un día su esposa y su hija lo convencieron de que se afeitara el bigote, que desde hacía un par de meses mostraba algunas canas, pocas, pero visibles.

Él no era capaz decirle que NO a su hija.

Se afeitó un sábado por la mañana.

Salió a hacer unas vueltas. Se montó al ascensor y se vio en el espejo. Su imagen se desmoronó: envejeció diez años, los bluyines se le caían, la espalda, antes dura y plana como una tabla, se hizo cóncava. Y ese espacio, ese triste espacio entre el labio superior y la nariz, gritaba, señalaba con estridencia, la ausencia de su testosterona. 

Ese vacío, que adivinan marchito incluso quienes no lo conocieron con bigote –por un extraño fenómeno similar al de los amputados, que siguen sintiendo sus miembros por muchos años–, lo volvió viejo. Ya no tuvo energía. Regaló los Levi´s y compró dos sudaderas verdes y dos azules.

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