Un señor de sombrero





La primera vez que vi un hombre muerto muerto fue en diciembre de 1994. Estábamos en una fiesta donde Julia y Eusebio, unos amigos de mi papá. En la casa, los grandes tomaban aguardiente o ron mientras las mujeres hacían natilla, calentaban el aceite de los buñuelos y les ponían calientes las orejas a medio pueblo con mil chismes a los que cada una aportaba su versión y con todas juntas formaban una criatura que se alimentaba de exageraciones. Los niños estábamos afuera, en la calle. Solo entrábamos cuando nos llamaban a comer, éramos diez o doce niños y niñas, una gallada completa. Si había balón, jugábamos balón. Si había tizas, jugábamos rayuela, o yeimy, si no había nada, mejor, jugábamos policías y ladrones o a las escondidas, que aquí se llaman escondidijos —me informa el diccionario de la RAE en internet que la palabra no existe. Qué tristeza, toda esa diversión perdida en el espacio de las cosas sin nombre, de las palabras bastardas—. El caso es que nunca nos aburríamos. Pero como estábamos en diciembre, ese día jugábamos con pólvora. «¡Guerra de chorrillos!», gritaba alguno, y había que prender rápidamente la mecha y lanzar uno al aire. En la noche, los chorrillos[1], de trayectoria caótica, se veían como cucarrones peyendo candela, y terminaban lejos, sin hacer daño. A veces pasaban cerca y obligaban a la pirueta rápida, para buscar el esquive. Esa creo que era la mayor emoción, sentir el casi, sentir miedo y candela. A veces el chorrillo alcanzaba a alguno y le chamuscaba la camisa o un punto en un bluyín, quemando un poquito la piel. El niño alcanzado no lloraba, eran quemaduras muy leves: eso sí, quedaba condenado a una buena sesión de correa o de chancla por andar dañando la ropa. Pero la idea no era quemar a nadie, sino jugar con fuego, oler a fuego. Les pegábamos también chorrillos a los rines de las bicicletas y salíamos montando con el chorro de luz girando. Con papeletas hacíamos recámaras, que estallaban por docenas y asustaban a las muchachas. Como estallaban y asustaban, salían las mamás a repartirnos chancla, por andar asustando gente. Ni siquiera era porque nos podíamos quemar, sino por el escándalo. Así era la cosa allá, en el pueblo. No quemábamos pólvora de luz, porque valía mucha plata. Por lo que valía un juego pirotécnico de luz nos comprábamos un paquete de 120 chorrillos, y con eso nos defendíamos media hora, o así, a punta de creatividad y frenesí pirómano. En esas estábamos cuando alguien gritó —por última vez— «¡guerra de chorrillos!» y todos prendimos el de cada uno y lo lanzamos al aire. Uno de los cucarrones de luz salió dando vueltas en su trayectoria desordenada y se le dio por terminar en el ojo de Camilo. Camilo gritó, «mi ojo, me quemé» y corrió como poseído por el chorrillo, histérico. Se tropezó con la acera, se cayó y se dio durísimo en una rodilla. Unos corrimos a ayudarle, otros corrieron a la casa, a llamar a los papás. Yo nunca pensé que alguien pudiera quemarse. Nunca. Era un juego, solamente. Pero ese día Camilo perdió un ojo para que todos aprendiéramos que era peligroso. Cuando fuimos a ayudarle, lo oímos decir «duele mucho, mamita, duele mucho, y yo bien feo, ahora sí voy a quedar horrible». Él lo niega, pero yo lo oí. Don Gilberto, el papá del quemado, salió corriendo como loco preguntando qué pasó, y Camilo lloraba, y el olor a pólvora, que tanto nos gustaba, que hasta hacía unos segundos era alegría y juego, se volvió insoportable. Don Gilberto tomó a su hijo en brazos y un chivero que pasaba por el frente paró y se llevaron a herido para la clínica. La fiesta se dañó, a todos nos pelaron, por andar de brutos, quemando pólvora —en realidad ellos sabían que estábamos quemando pólvora, nos pegaron porque Camilo se quemó—, y arrancamos para la clínica, a ver qué pasaba. Cuando llegamos, el señor del chivero le explicó a mi mamá que ya habían entrado, que el niño se quejaba mucho. En ese momento llegó un tipo en un caballo, un señor de sombrero, que nunca habíamos visto en el pueblo. A duras penas se bajó de la bestia, y ya salían los enfermeros a recibirlo, cuando llegó un taxi con placas de Medellín, se bajaron dos malandros y con un machete le partieron la cabeza y el sombrero en dos. El señor, todavía vivo, pero con el machete clavado en la cabeza como si fuera un coco, o un tronco duro, cayó al piso, entonces el machete y el sombrero se le desprendieron con un ruido agudo. Por la herida comenzó a salir sangre y cerebro, o no se, algo. Los del taxi se fueron sin que nadie hiciera nada. Ahí se quedó el señor unos segundos, moviéndose como si lo estuvieran electrocutando en cámara lenta y lo vimos todos respirar la última vez. Y morirse. En 1995 fue el derrumbe del Cerro Combia. Ese año vimos muertos pequeños y grandes, ricos y pobres. Ataúdes pequeños y grandes, de ricos y pobres. Camilo perdió un ojo, Fredonia un barrio, yo también perdí algo, pero no sé muy bien qué.


[1] Pequeños cilindritos de juego pirotécnico. Están rellenos con pólvora que no produce estallido, sino un haz de chispas que impulsa el cilindro en una trayectoria impredecible, a veces recta, a veces helicoidal, a veces ambas y que acaba en uno o dos segundos. Aquí se jugaba con fuego. 

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