Ajeno




                     Mi primer vistazo fue a través de una franja vertical, muy estrecha, que había entre la pared y la puerta entrecerrada. Esa inaugural ojeada espía fue tan emocionante,  tan magnífica…¿Cómo le explico? fue como tener en la mano el tiquete del Baloto mientras en la televisión, una modelo con voz plástica va diciendo los números de uno. Preparé la cámara, verifiqué la pila y pensé en los miembros de nuestra colectividad (a saber: C.A.C.A: Club Antioqueño de Coleccionistas de Ajenos; y bueno, en cuanto a lo de “Ajenos” en vez de “Baños” –que es lo mismo-, pasa que nuestro excelentísimo Comité Directivo tomó la decisión de omitir la última, ya que, dadas las siglas… no sé si me explico). Finalmente había encontrado un contrincante para el Baño Versailles, que hasta ese momento era el Ajeno Campeón y, por lo tanto, el más apreciado por todos los miembros de C.A.C.A. Versailles logró, gracias a su exageración y suntuosidad victorianas, desplazar del primer puesto a mi Baño Prado, no tan ostentoso, pero sí muy representativo de la historia del baño Antioqueño. Lo que a mi más me chocó, fue que quien descubrió el maldito Baño Versailles fue nada menos y nada más que mi némesis Tuberquia, ¡Gildardo Tuberquia!, el único de los miembros del Comité Directivo que siempre criticó el Baño Prado por su coloquialismo, y quien ha pedido en repetidas ocasiones mi salida del grupo por mi condición hemorroidal.

                     Entré. La puerta era amplia, tanto, que creo que se podría entrar a caballo. Me imaginé a Don Quijote montado en Rocinante entrando a éste baño del barrio Conquistadores de Medellín. Me lo imaginé amarrando su cabalgadura al soporte de la toalla y quitándose la armadura pieza a pieza, para, con parsimonia, sentarse en el trono a hacer lo suyo. Me lo imaginé, pero el baño es tan amplio que, de verdad, podría ser. Lo que más me excitó de ese primer momento fue el bidé. ¡Oh, excelso Bidé! ¿Cuándo decidió Medellín que tu fresco chorro ya no era caché? Para un Ajeno Campeón, el bidé es un innegociable, y para alguien con hemorroides, como yo, un oasis.

                     A pesar de tener sus años –calculo que la casa es de mediados de los setenta–, El Ajeno resplandecía. Me dio la impresión de que había una presencia oculta, una ausencia que dejó allí para siempre su rastro. Casi pude sentir ese algo fregando las juntas, brillando las baldosas, despercudiendo porcelanas, frotando griferías, limpiando los espejos, desempolvando las esquinas, cogiendo las humedades –cogiéndolas bien cogidas, porque las humedades son escurridizas y traicioneras–, destruyendo telarañas o desviando esas hermosas filas infinitas de hormigas con métodos extravagantes –entrenando un grupo de diminutas espías, sobornando a la primera de la fila con dos cubos de azúcar, organizando un baile hormigo en el cuarto de al lado–. Imaginé los hongos y bacterias del baño jugando al ajedrez, al solitario, o haciendo un Sudoku, aburridos, esperando un descuido, un rincón sin límpido, una día que no sea un día antiséptico. A medida que profundizo mi exploración, pienso que este baño es mi oportunidad más clara de recuperar la admiración de todos en C.A.C.A y destronar a Tuberquia.

                     Las baldosas de las paredes tienen dibujados cuadros pequeños de color ocre, pero cada tres baldosas hay, en vez de la cuadrícula, un dibujo de trazos rápidos de una guacamaya alzando vuelo.  Una de las guacamayas, justo al frente del sanitario, está al revés. Ese tipo de detalles son los que hacen un verdadero Ajeno Campeón, esas imperfecciones únicas. Las paredes se parecen a las del baño de la Hacienda Nápoles –una de las mejores fotos de mi colección de Ajenos, es la del sanitario rosado de Pablo Escobar–. El piso también es cuadriculado, pero sin guacamayas. Los colgandejos para las toallas, jabón y papel higiénico, son de metal dorado. Brillan a la tenue luz de la lámpara, que tiene también un bisel dorado y una pantalla de vidrio opalizado. El lavamanos es un American Standard modelo 72 en perfectas condiciones. La grifería  funciona espléndidamente y cuando se abre la llave, se oye un chirrido hermoso –parece como si  el más diestro luthier hubiera venido a afinar el chirrido de esa llave–. No hay agua caliente.

                     El gabinete, donde está el espejo, es de madera con ornamentos complejos que representan plantas y flores. Parece un reloj cucú sin pajarito y sin reloj. Mi imagen en el espejo apareció tan clara que me asusté. Me produjo desconfianza de esa imagen tan nítida de mi cara, esa imagen tan pura, tan despejada, nunca es bueno verse así, perfectamente. Por eso, creo, los ojos no están hechos para salirse de sus cuencas y verse a uno mismo. Me incomodan los espejos. Me incomodan casi tanto como Tuberquia y su Baño Versailles. Abrí el gabinete, las bisagras funcionaron muy bien. La presencia, que seguía advirtiendo en el recinto, se había preocupado también por aceitarlas y mantenerlas a punto. Adentro ví tres divisiones con productos de aseo personal, ordenados por tamaño. Lo primero que noté es que los hongos ajedrecistas que imaginé están, después de todo, más ocupados de lo que había pensado; hay dos potes de Ginocanestén. También había Listerine de tres sabores –tres sabores son indicio de una halitosis severa o de una inseguridad bucal desmedida–, crema antiedad, una botella pequeña de Roger & Gallet, dos sobres de Dolex, crema para las hemorroides, un tarro de pastillas anaranjado vacío y sin tapa, y un aparato para raspar callos que tenía restos de piel muerta. Después de cerrar el gabinete, procurando no mirarme de nuevo en ese espejo espantoso, procedí a examinar el resto de la porcelana. El bidé  y el sanitario  eran de la misma familia que el lavamanos: American Standard modelo 72, color Café. El sanitario tenía un forro acolchado con bordes en macramé. En el tanque, también forrado, había tres tarros de mayonesa de diferentes tamaños llenos de polvos de colores pastel. Abrí uno para olerlo. Era jabón rayado. Los tres tarros tenían también un moño en cinta aterciopelada. A la izquierda del sanitario había un muro, que al terminar daba paso a la cortina de la ducha, de rayas verticales en los mismos colores pastel de los tarros de mayonesa. En ese muro se hallaba un revistero con un par de Vanidades y un libro de Corín Tellado.

                     Qué hermosas jornadas habrán pasado los habitantes de la casa, pensé, en éste soberbio ambiente, tan límpido, tan cómodo, tan perfectamente planeado para el confort evacuativo. El bidé, el hermoso bidé, el preferido de aquellos que como yo, no podemos usar el papel higiénico salvajemente como la gente normal. Como Gildardo Tuberquia, que siempre que tiene la oportunidad, hace alguna referencia a mi hemorroides: “!un entusiasta de los Ajenos que ni siquiera se puede limpiar bien el culo!”. El bidé, ubicado entre el sanitario y el lavamanos, es, de los tres, el más resplandeciente. Las llaves no tienen rastro de óxido, como sí lo tiene, por ejemplo, la manija del sanitario. La porcelana es perfecta, la junta del aparato con el piso embaldosado, perfecta. Es, sin duda, un bidé soberbio. Finalmente, después de analizar cada detalle, decidí que era hora de darle uso a los bien cuidados elementos de porcelana. Me quité los pantalones y tomé asiento. Cogí el libro de Corín Tellado y abrí donde está el señalador rosado.

                     “La apreciaba demasiado. Por eso se iba. Por eso fue a visitar una semana antes al reverendo Wolff. Por eso le pidió por Dios, que le buscara un empleo lejos de su amiga. ¿Hacerle daño a Doris? Nunca, jamás. Y soportar las necedades de Tom, menos aún. Las necedades ofensivas por detrás de Doris. ¿Qué clase de hombre era Tom? Un sinvergüenza, pero Doris le amaba e iba a casarse con él”.

                                   Cerré el libro mientras pensaba que ese Tom era tremendo. Eso de “Por detrás” lo encontré algo subido de tono para la señora Tellado. Me limpié con los pañitos húmedos que uso cuando no puedo bañarme y recordé que cegado por cuanto había podido descubrir hasta el momento, había olvidado inspeccionar la ducha. Corrí la cortina y llegó el desastre: era un adefesio, un esperpento inmundo lo que habían hecho allí. El baño perfecto, arruinado. Había sido remodelado con baldosas modernas de marco blanco y una burda imitación de mármol azuloso en el centro. La ducha y las llaves de la ducha eran de plástico. De PLÁSTICO plateado. El desagüe y la repisita para poner el jabón eran también de ese vulgar material. En el piso, un tapete antideslizante con la cara de Piolín, me miraba burlándose. Era la ducha más ordinaria en el baño más extraordinario. Definitivamente  no era digna de Don Quijote. Estaba furioso. Un indiscutible Ajeno Campeón arruinado en el último momento. ¿Y la ducha? dirían todos, ¿no tomó fotos de la ducha?, y yo que no, que se me pasó, y Gildardo Tuberquia se reiría a carcajadas, y todos se reirían a carcajadas.

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