Un lápiz mordido


                  La punta estaba afilada y lista para herir susceptibilidades, para romper la línea defensiva de un amor imposible, o para llenar cincuenta circulitos de respuesta del ICFES. Yo lo guardé en la mochila, le dije que muchas gracias y me fui para la casa en un bus rojo que dice Rosellón. Sentado, mientras el bus se movía –a duras penas- entre el tráfico de la ciudad anaranjada a las cinco y media, abrí la mochila para sacar el lápiz mordido y escribir una cosa que se me ocurrió, debajo de una inscripción que había en el espaldar de la silla de adelante:

MAGDA TE AMO Y QUIERO QUE CONSTRUYAMOS ALGO JUNTOS

Yo agregué:

Llévesela pa Home Center

                  Me sentí muy bien escribiendo eso. Me sentí brillante, literario. Me reí un rato, todo sobrador, y me puse a jugar a girar el lápiz entre mis dedos haciéndolo pasar de un lado a otro de la mano. Cuando llegué a la casa, un cuarto de  hora después de mi debut grafitero/literario, me dio por seguir escribiendo cosas. Cosas que yo tenía desde siempre en la cabeza y que me parecían interesantes o absurdas o ambas. Cosas que saqué de mi cabeza con ese lápiz. Como la historia del amigo mío que le puso un diente cocacolo a una novia de él, Patricia, la odontóloga del diente cocacolo. Escribí sobre los olores perdidos, como el que ella dejó en mi casa un día que vino a pedirme que le imprimiera un trabajo de la universidad porque se había quedado sin tinta, y que yo cuidé todo lo que pude, pero un día ese olor se fue, se perdió, se fue para el mundo de los olores perdidos. Escribí y escribí por horas. Le saqué punta al lápiz cuatro veces, siempre con una navaja afilada del ejército suizo que me regaló mi tío Carlos Mario, que es el único tío que nos da regalos buenos en diciembre. Escribí sobre los regalos del tío. Ya como a las cuatro de la mañana me acosté a adormir, pero tenía un morro grande de papel reciclado de la empresa de mi papá para llenar de letras de grafito.

                  Dos semanas después, había escrito casi todo lo que conocía. El lápiz estaba pequeñito, y ya no era un lápiz mordido porque la parte del mordisco había sido tajada, sin piedad, por mi navaja del ejército suizo para dejar salir más grafito, más palabras. A ella le encantaba lo que yo escribía, especialmente las cartas en las que le describía todas las cosas que me gustaban de ella y que si no fuera por ese lápiz, nunca hubiera podido hacerle entender. Pero también le gustaba que escribiera pendejadas.

                  Un día, escribiendo sobre las uñas de los dedos pies de ella, se me acabó el lápiz. Decía que la del dedo chiquito parecía una medialuna incrustada en la piel. Era pequeñita y hermosa, brillaba para iluminar sus pasos, pero cuando iba a seguir, se quebró la punta por última vez. Yo no le dije nada a ella, pero cuando leyó lo que había escrito sobre sus uñas se puso muy triste, como si supiera que la había acabado, y se fue para su casa y no me contestó el teléfono en muchos días y cuando fui a visitarla su mamá me dijo que estaba muy enferma, que volviera otro día. Yo intentaba escribirle cartas con otros lápices y no me salía nada, intenté mandarles mensajes de texto bien bonitos pero solo me salía algo como hola k ase. No dormí en varios días, y cuando no podía más, fui otra vez a su casa y vi que tenía un letrero de SE VENDE, estaba vacía. Fui a la tienda de la esquina a preguntar si sabían algo y me dijeron que se fueron de un día para otro, sin decir nada, que la muchacha estaba enferma, que se había desvanecido varias veces, entonces me fui para mi casa corriendo y pensando que eso de escribir era una mierda, que me había acabado, en un par de semanas, a mi novia y a mi lápiz MIRADO número 2.

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