Terrícolas
El asiento de atrás del Renault 4 se
convertía en un vehículo interestelar cuando volvíamos de la finca. Como telón
musical, Os batuqueiros e as mulatas
tocaban una selección de las mejores canciones del carnaval de Río, o, si nos
devolvíamos más tarde, oíamos el AM: Todo
Fútbol, para que usted siempre esté en la jugada. El Papá iba acelerando el
motor envenenado de nuestro Amigo Fiel
para superar rápidamente otros vehículos, cuyos tripulantes miraban
sorprendidos como los sobrepasaba el bólido naranja ahuyama. Ricardo y yo
teníamos que aniquilar doce naves blancas –a veces rojas, a veces taxis,
dependiendo de la misión que definíamos al comienzo del viaje–, y sacábamos
nuestras pistolas láser por las estrechas ventanas del R4 para disparar sin misericordia a las más terribles naves
enemigas. Si daba la casualidad de que en alguno de esos vehículos iba otro
niño, gritábamos fuerte: “¡muere, terrícola!” y disparábamos con más
entusiasmo. El éxtasis llegaba cuando desde alguno de esos carros nos disparaban
de vuelta. Si por casualidad en un Renault
6, o un Chevette, dos hermanos
iban en el asiento trasero matando carros color ahuyama, la euforia era
absoluta y el ataque desalmado. El Papá hacía lo posible para mantenernos todo
el tiempo posible al lado de “los malos”, de manera que pudiéramos causar la
mayor cantidad de daño a la nave y sus tripulantes.
Cuando nos cansábamos, yo dormía en el asiento
y mi hermano se subía al pequeño espacio que hay encima del maletero, detrás
del espaldar de la silla. Nos despertábamos cuando El Papá paraba a comprar
tamales para la comida, o, si La Mamá lo convencía, íbamos a BetaVídeo Río
Claro a alquilar alguna película. Hubo una época en la que no podíamos ver
películas porque Ricardo tenía la manía de arreglar todos los aparatos
eléctricos de la casa, y había arreglado el Betamax Sony con una cuchara, dañando
completamente el sistema de eyección. Siempre alquilábamos dos películas: una
de grandes y una de niños. Para escoger nuestra película, El Papá y La Mamá
habían optado por darnos turnos: una vez yo, una vez él, porque nunca podíamos ponernos
de acuerdo. Ricardo siempre quería películas de Superman, mientras que yo
–sinceramente lo creo–, fui el único niño de La Ciudad Anaranjada, cuyo súper
héroe favorito era Acuamán. Los días en que no alquilábamos películas, nos
acostábamos los cuatro en la cama de Los Papás, ellos de espalda, con las
cabezas en las almohadas y nosotros boca abajo, lo más cerca posible al Sony
Trinitrón. Veíamos Don Chinche –no
entendíamos porqué se reían tanto Los Papás, en realidad, no entendíamos nada–,
pero toda la diversión del domingo no era nada comparada con lo que seguía, mi
programa favorito: El
Mundo Submarino de Jacques Cousteau. La media hora de Don Chinche era el precio
que debía pagar para ver la fascinante figura del flaco marino francés y sus
aventuras en busca de ballenas, tiburones blancos, corrientes marinas, delfines
y todo aquello que tanto me gustaba: el mar. Si había alguien que podría
conocer a Acuamán, ser amigo de él, invitarlo a tomar un café en la Antártida,
ese era Cousteau. Mi ídolo sin superpoderes. Ricardo se aburría y se dormía al
lado mío. Cuando alquilábamos películas, veíamos primero la de nosotros.
Poníamos el taco, salía el centauro Kirón, el aviso de la piratería, y
finalmente alguno de nuestros héroes. Al final, debíamos sacar el taco y, como
lo advertía la calcomanía, rebobinarlo. No se debía rebobinar en el Beta,
porque se dañaban “las cabezas” –hasta hoy no tengo idea de qué cabezas puede
tener un Beta– sino en un aparato especial que nos encantaba porque al terminar
su tarea sonaba, a manera de indicador, una musiquita eléctrica de tonos agudos
que nosotros tarareábamos felices. Cuando acababa la música, La Mamá nos
cantaba “es hora ya de acostarse, vámonos
a descansar / pero antes hay que lavarse / y los dientes cepillar” y en
diez minutos estábamos en la cama. Ellos volvían a la habitación y veían la
película de grandes.
El domingo en que Ricardo cambió no
parecía un domingo como para que alguien cambiara. Era soleado, la luz
anaranjada de Medellín a las cinco de la tarde cubría todo de una felicidad
nostálgica. El R4 había tenido una
jornada magnífica y estábamos en BetaVideo Río Claro en tiempo récord. Los
papás estaban discutiendo sobre a quién le tocaba el turno de escoger. En otras
palabras, si íbamos a ver a Acuaman o a Superman. Después de un rato
deliberando, La Mamá nos dijo que ya estábamos muy grandes y que teníamos que
ponernos de acuerdo como hermanos. Para mí mejor, pensé, porque como decía mi
primo Estebotan cuando quería ver algo en el TV y otra persona tenía el control
remoto: “usted podrá tener el control, pero yo tengo la fuerza”. Yo soy tres
años mayor que Ricardo y estaba seguro de que iba a ser fácil convencerlo de
escoger mi película. Le dije a La Mamá que “si señora” y me llevé a Ricki para
la sección infantil. Él, inteligente, propuso que no viéramos los mismos
superhéroes de siempre, que viéramos He-Man, o la Liga de la Justicia, que
tiene a todos los superhéroes. Pero yo sabía a lo que iba y le dije que He-Man
era muy aburridor y que ya habíamos visto todas las películas de la Liga de la
Justicia. Él dijo que si no era alguna de esas, él quería ver a Superman. La
discusión llegaba donde yo quería que llegara: una batalla de súpers.
-Si Acuamán peleara con Supermán,
ganaría Acuamán, porque podría mandarle mil ballenas a que lo atacaran.
- ¡Oigan a éste!, ¡Supermán es capaz de
matar mil ballenas, y muchas más!
- Ay, se nota que usted se duerme viendo
a El Mundo Submarino
de Jacques Cousteau. ¿Usted sabe cuánto pesa una ballena?
- Pues no, pero sí se que Supermán puede
parar un tren en movimiento.
- Pero Acuamán le mandaría entonces mil
tiburones blancos con correas de criptonita.
- Ah, qué bobo, si Acuamán cogiera la
criptonita se moriría.
- ¡Oigan! ¡Si la criptonita no le hace
daño a los terrícolas!, sólo a los del planeta Kriptón.
En ese momento, Ricardo frunció el ceño
de una manera que sólo le he visto dos veces: cuando el perro de la finca
apareció envenenado y cuando se despidió para irse a vivir muy lejos.
- Mentiroso. Si Supermán y Acuamán son de
Kriptón, como nosotros. El terrícola es el malo, Lex Luthor, por eso él si
puede coger la criptonita.
- Nooooo, al revésssss, ¡los terrícolas
somos nosotros!
Ricardo salió corriendo a ponerle la
queja El Papá y La Mamá. “¡Tomás me dijo que dizque nosotros éramos los
terrícolas, que nosotros éramos de la tierra, papá!”
- Así es mijo, nosotros somos de la
Tierra.
Todo lo que sabía Ricardo del mundo se
desplomó.
- ¿Cómo así?, ¿nosotros somos del
planeta más chiquito y más insignificante de las películas?, ¿terrícolas?, ¿los
más frágiles?, ¿los más débiles?, ¿los que siempre están en problemas y no
tienen ningún poder?, ¿Papá, de verdad, nosotros somos terrícolas?.
- Claro mijo –respondió mi papá-.
Ricardo se quedó sin fuerzas,
se arrodilló en el piso alfombrado y se puso a llorar.
Esa noche, los terrícolas
de mi casa vimos Acuamán. Mi hermano no tenía ánimos para ver nada.
Comentarios